Hasta no hace mucho tiempo tenían la entrada absolutamente prohibida en los medios escritos. Si
por algún motivo había que ponerlas, se las disimulaba púdicamente con la inicial y puntos
suspensivos. La convención era bastante ridícula, pues al darles un tratamiento diferente, se las
destacaba más. Pero, completas o abreviadas, en general se entiende que su uso sólo se justifica en
ocasiones muy determinadas.
Consultada una vez, sobre si debían escribirse malas palabras en la prensa, dije que la
prensa no era digna de ellas. Tuve que aclararlo. Dije, entonces, que tampoco era digno de ellas un
tratado de filosofía o un recetario de cocina. Todas las palabras son dignas, pero unos lugares son
dignos de unas, y otros, de otras.
¿Qué hace que una palabra sea considerada mala? No necesariamente el objeto que designa, pues
el mismo objeto, por desagradable que sea, puede ser designado por una palabra buena. Tampoco el
sonido (aunque a veces se hable de palabras malsonantes), pues el lenguaje más limpio de palabrotas
puede ser al mismo tiempo insoportablemente cacofónico. Lo que hace que una palabra sea considerada
una mala palabra es la convención de los hablantes. El carácter de mala palabra es tan convencional
como las reglas de la sintaxis.
Las malas palabras no son incorrecciones lingüísticas, aunque pueden ser incorrecciones
sociales. Son parte de la lengua. No son hijos bastardos sino tan legítimos como las voces de
léxico general, las expresiones coloquiales y los tecnicismos. Pero cada cosa tiene su lugar. Una
mala palabra puede herir los oídos de un oyente o los ojos de un lector, y puede herirlos porque
esos oídos y esos ojos están adaptados para ser heridos por ella. Eso es la convención. En la
lengua todo es convencional, hasta las interjecciones, que tan espontáneas parecen. ¿Por qué cuando
me doy un golpe y me duele grito ay? Porque aprendí que ay indica dolor. Si mi lengua fuera otra,
lo expresaría con otra interjección. Y si el uso de una palabra me ofende, me ofende porque aprendí
que usar esa palabra es ofensivo.
Pero el que las malas palabras puedan ofender a los lectores no es la única razón para no
emplearlas. Las palabrotas y los vulgarismos son joyas del lenguaje expresivo y, por el carácter
del material que, en general, difunde la prensa, no tienen cabida en ella. Las palabras hay que
cuidarlas porque se gastan con mucha facilidad. Si abusamos de ellas, rápidamente pierden su fuerza
expresiva. Lo mismo ocurre con las voces del lenguaje familiar que, aunque a nadie ofenden, en un
texto periodístico deben dosificarse para que no pierdan su valor afectivo y su expresividad.
Si un mismo objeto puede nombrarse con una voz del léxico general, una palabrota, un término
coloquial y un tecnicismo, por algo será. Esas voces no son equivalentes porque la comunidad de
hablantes ha convenido en destinarlas a situaciones diferentes. Los hablantes en general y los
periodistas en particular tienen en claro que ciertas palabras son malas palabras y no tienen lugar
en un texto informativo. Pero, lamentablemente, no siempre tienen claras las diferencias en los
otros registros. Así, hoy es común que nos informen del resultado de un examen de ingreso hablando
de los bochazos o de la ausencia de diputados en una sesión como faltazos. O que en la sección
Arquitectura de un diario se lea que algo a la gente “le importa un pomo”. Esas no son
malas palabras, pero dejan una triste impresión: la de la pobreza léxica de quien las escribió. Y
sospecho que eso se debe a que los jóvenes leen poco y malo y adquieren su vocabulario sobre todo
por vía oral. De esa manera, no conocen los diferentes registros y no distinguen niveles.
Esos coloquialismos, usados sin saber que lo son, me duelen más que las palabrotas, que en
determinados textos pueden ser necesarias. No hay razón para eliminarlas al citar a una persona que
las pronunció en un momento de gran emotividad o con una intención especial. En esos casos,
respetarlas es informar y, afortunadamente, los puntos suspensivos están pasando de moda.
*Profesora en letras y periodista.