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Palabras, palabras

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Roland Barthes | Cedoc
Releyendo a Barthes en la Lección inaugural, vuelvo sobre uno de los momentos cruciales de su pensamiento, en el que describe la tensión entre el lenguaje y el afuera de lengua, frase que comienza con una aserción de una contundencia incomparable: “En la lengua, pues, servilismo y poder se confunden ineluctablemente”. ¿Es posible seguir pensando, hoy, aquí, esa relación de la lengua con el servilismo y el poder? Una de las formas de rozar esa situación es el éxito de la palabra “corrupto”. En los medios de comunicación, en la conversación cotidiana, en el clima de época, triunfa la figura del “corrupto”. El corrupto sería el lado b), fatalmente desviado, de su lado a), el buen emprendedor, el paradigma positivo de la época. El hombre de nuestro tiempo. Y ese desvío, esa traición, esa connivencia con el delito, ese apropiarse de los dineros públicos (porque el corrupto siempre es un político en funciones gubernamentales: no hay corruptos en otros ámbitos) convierte al corrupto (o a la corrupta) en un adjetivo cargado de sentido que se pega a la piel de un modo definitivo, inmodificable, como una cualidad esencial, un rasgo de carácter: tal es corrupto, y lo será por siempre (como quien dice “tal es alto”, “tal es resentido”, “tal es un mal escritor”). “Corrupto”, entonces, es una palabra que recae sobre un sujeto, al que evidentemente hay que punir. Y cuando no sólo hay un corrupto (o una corrupta) sino varios, en una red, en una asociación, lo que hay es un sistema corrupto, al que también hay que punir y cambiar.

¿Pero qué habría pasado si en vez de haber triunfado la palabra “corrupto” hubiera prosperado el término “corrompido”? “Corrompido” abre la frase al discurso, a lo social, a la dimensión relacional. Mientras que “corrupto” es una palabra que se cierra sobre sí misma, que excluye todo vínculo social, que aísla al sujeto de cualquier cadena de significantes y de actos materiales; “corrompido”, en cambio, remite directamente a una acción o a una cadena de acciones, a un vasto mundo de actores habitualmente ocultos o velados; es un término que abre a lo contextual, a lo social-histórico. Mientras que “corrupto” recae sobre lo uno, “corrompido” remite intrínsecamente a otro. A uno y otro: alguien corrompe, alguien acepta esa corrupción. A diferencia de “corrupto”, “corrompido” no oculta esa transacción, sino que la vuelve visible, la expresa.

Debemos pensar entonces el éxito de la palabra “corrupto” ligado ante todo al poder. Es una palabra del poder, dicha para marcar el poder. Para acentuarlo, para exhibirlo (porque exhibir siempre implica ocultar). Es desde el poder (mediático, empresarial, de los grandes organismos trasnacionales e inciertamente, por razones oportunistas, también de la política local) que el término “corrompido” no ocupa espacio en la discusión pública. Porque si ese término hubiera triunfado, ahora estaríamos hablando del poder, y no de figuras cerradas, o de un gobierno (o un ex gobierno) puntual, como si no hubiera ejecutado intercambios con nadie o nada ajenos a él.

Volvamos a otra frase clave, ahora de Emile Benveniste, en un artículo de 1958, incorporado al tomo I de Problemas de lingüística general: “La forma lingüística no es sólo la condición de transmisibilidad, sino sobre todo la condición de realización del pensamiento”.