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Paradojas de la democracia

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Obsesion. La animadversión contra el PT y Lula, eje de la campaña. | Cedoc

Los sistemas políticos tradicionales caminan sobre el borde de la democracia. El fantasma del autoritarismo resurge ahora de forma competitiva y mediante discursos de odio, abiertamente racistas y discriminatorios.
Sudamérica está conmocionada. Lo sucedido en Brasil pertenece al orden de la perplejidad. En el mayor y más importante país de nuestra región (en términos económicos y geopolíticos), se impuso un discurso de campaña expresamente racista, misógino, xenófobo y homofóbico.
El mundo observa (se hace visible aquello que no se quería ver) el resurgimiento a nivel global de liderazgos ultranacionalistas con características de tipo autocráticas, que reutilizan los denominados discursos de odio y explotan el descontento social con las formas de gobernanza tradicionales para acceder al poder.
Líderes que se presentan como fuertes críticos del sistema y cuya estrategia consiste, pareciera, no en resolver, sino en reforzar el desencanto social para con ciertos principios constitutivos de la democracia, como son el respeto hacia las minorías, el valor de la pluralidad y de la convivencia en diversidad.
Desde hace tiempo las democracias liberales se vienen enfrentando a una crisis global de representación que se manifiesta por un creciente disconformismo social. Debemos entender que las crisis surgen cuando la estructura de un sistema –diseñado para dar respuestas y soluciones– resuelve menos problemas que los necesarios para su conservación. Además, cuando esto persiste se genera una acumulación de demandas, lo cual acentúa (y expone) la incapacidad de respuesta y el proceso de desgaste del propio sistema. Esta situación conduce al desequilibrio, el desequilibrio a la inestabilidad y la inestabilidad a un estado de crisis.
Sucede que, en el trasfondo de esta crisis de modelos de gobernanza, aquello que se debate es la democracia, la cual ha sido acorralada por un sistema económico que ha generado un escenario mundial donde alrededor del 45% de la riqueza está en manos del 0,7% de la población.
Debemos reconocer que semejante nivel de desigualdad tiene efecto disruptivo pues, para millones de personas, la vida misma se reduce a una insoportable repetición de momentos sin futuro.  
Las demandas de estos millones no encuentran respuesta favorable. Esa incapacidad del sistema genera malestar, frustración y enojo; es decir, deteriora todo vínculo y sentimiento de pertenencia a una comunidad, lo cual se traslada a las respectivas formas políticas de representación, contaminando la confianza en la democracia misma.
Estamos ante un grave problema de legitimidad originado por un problema previo de operatividad, de funcionamiento, de estructura y de componentes que no se ajustan a los principios definitorios de la democracia constitucional.
Esto no es novedoso ni nos asombra, pues desde el constitucionalismo y el derecho político hace años que venimos advirtiendo que una de las principales consecuencias de este malestar es que está desdemocratizando nuestros sistemas políticos.
Es paradójico, pero la democracia –cuando sus mecanismos tradicionales se debilitan y no pueden asegurar el equilibrio de su capacidad de respuesta y la resolución de problemas– (también) puede generar consensos antidemocráticos.

*Profesor de Derecho Constitucional, UBA y Derecho Político, USI-Plácido Marín.

 

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