COLUMNISTAS
disputas diplomaticas

Pasado y futuro

El legado de Sarmiento en su periplo por los Estados Unidos. Los ejemplos de entonces, las lecturas de hoy. Y la lucha de las potencias internacionales debatiendo su futuro –y el del mundo entero– en el frío polar del Artico.

default
default | Cedoc

Hernán Iglesias Illa, en su libro American Sarmiento (2013), cita a Ricardo Piglia, quien hace decir a uno de sus personajes, en Caracas durante la dictadura: “A veces (no es joda) pienso que somos la Generación del 37. Perdidos en la diáspora, ¿quién de nosotros escribirá el Facundo?” (Domingo Faustino Sarmiento, 1845).

Argentino que vive en Nueva York, Iglesias Illa se define como un poeta tecnocrático, políticamente ingenuo y mejor sintonizado con el mundo que con La Matanza. Termina el capítulo: “Perdidos en la diáspora, ¿quién de nosotros escribirá Viajes?” (Sarmiento, 1849). “Ya sé, ya sé”, adivina.

American Sarmiento, la bella obra de un hombre profundo –juicio que no conlleva compartir sus tesis–, despliega el doble atractivo de un doble enigma. El autor ya sabe que Viajes tendrá su versión tecnocrática, cándida, universal y “siglo XXI”. Y también quién habrá de ser el prosista.

Es una brillante plataforma (el “si” condicional y la atribución conjetural de autoría) para pensar algunos de los paisajes que el autor recorre en su “remake” del periplo que Sarmiento hizo en 1847 por los Estados Unidos: el “hombro de un cerro” en Pittsburgh –donde antes había minas de carbón–, “la montaña crespa y cruda” cerca de Wheeling –a cuyo pie las plantas eléctricas están cerradas–, un esqueleto de alambre y metal “aplastado entre la ruta y el río” en Gorsuch –que será demolido–: resaca de la sociedad posindustrial.

Durante años las porfiadas cadenas de montaje de automóviles de Detroit (Míchigan), y las siderúrgicas espectrales de Pittsburgh (Pensilvania), fueron sinónimos del capitalismo norteamericano. Mientras que Pittsburgh debió reinventarse tecnocrática y servicial –alimentada a dentelladas de mundialización–, el juez Steven Rhodes afirma en diciembre de 2013 que Detroit puede encarar nomás un plan de reestructuración de su bancarrota, que asciende a unos 18 mil millones de dólares. Arquitectura, mobiliario urbano y arte contemporáneo, en su momento exportados como encarnaciones del “modo de vida americano”, dejan paso a pensionados presas de un ataque de nervios y a baldíos industriales donde preside el olor a comida rápida en descomposición.

Aunque algunos se resisten a aceptarlo, hay cuestiones en la vida que tienen una respuesta sencilla. En 1953, el periodista Jean Stein le preguntó a William Faulkner: “Mucha gente dice que no llega a entender sus libros aún leyéndolos tres veces. ¿Qué aconseja a esa gente?”. Faulkner respondió: “Que los lea cuatro veces”. Si le preguntáramos qué va a suceder con nuestro ultrajado planeta si seguimos haciendo con él lo que hemos hecho hasta ahora, seguramente respondería que se degradaría hasta la extinción. Podemos ahorrarnos el reportaje.

En el extremo norte de Noruega, a la entrada de una ría baja, aparecen los techos del puerto de Kirkeness. Limpio y ventoso, tiene toda la apariencia de Río Grande (Tierra del Fuego), pero con un ingreso per cápita seis veces mayor y la caparazón social del orden y la sobriedad luteranos.

A pocos kilómetros hacia el Este, unos tremendos alambrados flanqueados de garitas como mangrullos, indican la frontera con Rusia; unos kilómetros más y el bosque raleado se va transformando en la carbónica visión de restos achicharrados por la acción de –aparentemente– el fuego. Dos curvas después espera Nikel, poblado ruso cuya supervivencia está atada a las minas de ese metal y a su planta de procesamiento. Tal es la malignidad de los vapores que despide la maraña de tuberías, conductos oxidados y galpones cubiertos de manchas, que ninguna vegetación ha podido prosperar en 10 kilómetros a la redonda. El promedio de vida de sus pobladores es de 45 años. A unos doscientos kilómetros, el puerto de Múrmansk y la poderosa base naval de los submarinos nucleares misilísticos rusos contribuye a la desaprensiva ruina del medio ambiente local, de por sí particularmente frágil.

La pequeña ciudad rusa está en el Ártico, así como el pueblito noruego; lo que se describe (1994) no ha variado sustancialmente. Lo que sí ha cambiado, exponencialmente, es la importancia del Ártico, una de las dos últimas regiones del mundo en las que la codicia y el poder aún no han dirimido sus pretensiones, pero cuyas apuestas no dejan de subir: las políticas, las militares y las económicas.

Este ascenso del Ártico a la gran mesa de arena mundial obedece a varias causas:
1. El recalentamiento global, que reduce año tras año la masa de hielo que cierra el paso de buques desde el Mar del Norte hacia el Estrecho de Bering y viceversa, lo que inaugura, paso a paso, una nueva vía de comunicación intercontinental.
2. Los sucesivos estudios técnicos que apuntan a la existencia de vastos yacimientos submarinos de petróleo y gas bajo las aguas circumpolares, evaluados en cerca de una cuarta parte de los yacimientos mundiales inexplotados, tal como lo explicó recientemente el secretario de Defensa de los Estados Unidos, míster Charles “Chuck” T. Hagel.
3. El incremento abrumador del trafico marítimo y comercial entre Asia y Europa y América del Norte.
4. El dispar calibre de los países con derechos jurisdiccionales sobre las aguas y el subsuelo del Ártico, y la incidencia de la extensión de sus litorales respectivos sobre la dimensión de sus reclamos. Por ejemplo, Rusia tiene la costa más extensa bañada por aguas árticas, hecho que no pueden controvertir sus rivales Canadá, Estados Unidos, Dinamarca (costa ártica de Groenlandia) y Noruega.

Todos ellos se han lanzado a una vigorosa carrera para obtener la mejor parte del botín territorial marítimo. Carrera que incorpora la confirmación de sus pretendidos derechos, a través de la cobertura jurídica que les puedan acordar el derecho internacional y los organismos especializados; junto a los hechos: despliegues navales, plataformas de exploración, misiones científicas, etcétera.
5. El animal que habita dentro de cada ser humano insiste en asegurarse un territorio. La traducción de ese impulso en decisiones no es de buen augurio para la naturaleza. Ya hay compañías perforando el subsuelo; Royal Dutch Shell lleva invertidos 4.500 millones de dólares en perforaciones exploratorias.

Lo escalofriante de estas actividades iniciales radica en que el peligro de contaminación por un accidente industrial es casi irremediable, ya que la temperatura extrema y las condiciones de salinidad y corrientes del Ártico hacen inimaginable reparar un derrame.

Canadá anunció la semana pasada que estaba avanzando estudios para probar ante Naciones Unidas una extensión jurisdiccional sobre el subsuelo que iría más allá de las 230 millas de su plataforma continental. El líder ruso Vladimir Putin, por su parte, anunció también la inauguración de una nueva base naval en aquellas aguas y la construcción de tres nuevos rompehielos. Naturalmente, las actividades de Greenpeace y la suerte de los dos argentinos –Camila Speziale y Hernán Pérez Orsi–, aún a disposición de la justicia rusa, están muy lejos de gravitar en cualquier decisión tomada en los centros de poder.
El señor Putin, con asombrosa naturalidad, acaba de lanzar un proyecto de su gobierno dedicado a salvar a los osos polares. Es posible que la asociación automática que los analistas (y los caricaturistas) hacen de su país con los plantígrados haya obrado en su voluntad.

Conciliar la pulsión primitiva por el “lebensraum” (espacio vital) que se está manifestando en los centros de decisión de las potencias con derechos en el desdichado Ártico, con la preservación de un área cuya arcaica y conmovedora belleza peligran mas con cada día que pasa, debiera ser una tarea de aguda urgencia para la comunidad internacional. Comunidad que cuenta apenas con un trémulo Consejo del Ártico de carácter meramente consultivo. Pareciera llegada la hora de repetir la sabia hora de conciencia ambiental y lucidez política que fraguaron el Tratado Antártico (1959).

¿Quién de nosotros escribirá el nuevo “Tratado Antártico”?, se preguntaría Iglesias Illa. “No sé, no sé”, le contestaríamos a coro.