“¿Qué sucedería si un demonio te dijese: ésta vida, tal como tú la vives actualmente,tal como
la has vivido, tendrás que revivirla... una serie infinita de veces ?”
Friedrich Nietzsche (1844-1900)
Una característica notable del imaginario futbolero argentino es su involuntaria tendencia a
la metáfora. Si ganar un partido chivo “significa” someter sexualmente al vencido,
repetir la escena a lo largo de los años cambia en un todo el tipo de relación y la promiscuidad
muta, se convierte en... paternidad. “¡Hijos nuestros!”, grita el coro griego una vez
consumada la humillación. Tener “de hijo” a alguien es ganarle siempre, fácil, de
taquito. Porque uno es más grande, más poderoso. Uno “sabe” y el otro es apenas un
chiquilín indefenso. Un niño-Peter Pan: alguien que no crecerá jamás. Otro eterno femenino a
conquistar, la victoria, es quien motoriza este estrafalario edipo tribunero. Sólo papá la posee;
ella es suya, no del hijo, eternamente confundido. Insólitamente freudianas, las hinchadas del país
del psicoanálisis hacen las cuentas y si todo va bien proclaman su máximo orgullo: somos padres.
Los que la tienen más grande que todos, acá.
Hoy juegan en Avellaneda Racing Club y River Plate, el clásico más antiguo de nuestro fútbol,
protagonistas ambos de la paternidad más rotunda y abrumadora de la historia entre clubes grandes.
Los números asombran. Jugaron 157 partidos: River ganó 83, Racing... 36 y empataron 38. Nada menos
que 47 partidos de diferencia entre uno y otro; un abuso, casi. “A éstos les ganamos con la
camiseta”, dice otra romántica figura de esta poética. Son ellos, entonces, los colores, los
que imponen su embrujo, la condena infinita.
River no perdonó a Racing ni siquiera en los años de su racha más adversa: la sequía de
títulos entre 1957 y 1975. En 1966, el año del Equipo de José, fue River quien le quebró el invicto
de 39 partidos en el Monumental; antes, en la primera rueda, ya había pulverizado el récord de
valla invicta de Agustín Cejas. Merecida o inmerecidamente suele ganar River, vayan como vayan los
equipos, juegue quién juegue. No falla. Alguna vez lloré de bronca el día en que vi en El Gráfico
la primera foto de Perfumo con la banda roja. Era 1975. Un par de años antes había pasado lo mismo
con Quique Wolff. Semejante candor es irrepetible hoy, con Sixto Peralta, también hincha y ex
jugador, mudado a River. Otros tiempos.
Si bien Racing-River es, lejos, la paternidad top, existen otros casos como para destacar.
Algunos bastante exóticos, como el de San Lorenzo sobre Boca, aunque la diferencia no supere la
decena de partidos. Otras historias fueron milagrosamente revertidas gracias a la aparición de un
Mesías, un héroe (o un villano, depende del cristal con el qué se mire). Hasta el debut de Ricardo
Bochini, en 1972, Racing mantenía una apreciable ventaja sobre su vecino de barrio; cuando
finalmente se retiró en 1991, la estadística ya era otra. Todavía favorece a Independiente por 18
partidos. No fue otro mago, sino las pésimas campañas las que dieron vuelta el historial de Racing
contra San Lorenzo, hoy arriba por un solo partido (sí, claro, el 4 a 3 del martes pasado, ese
guión de suspenso hitchcockiano). Un detalle: el orgulloso River exhibe su estadística positiva con
todos los clubes salvo con uno, que le lleva cinco partidos. Sí, claro, Boca. Justo ellos.
No es el fútbol el único deporte cuya historia es rica en este tipo de inexplicables
supremacías. Iran Barkley, mediano del montón, podría ser citado sólo gracias a una frase suya muy
ingeniosa: “¿Si me parece cruel el boxeo? Bueno, yo soy del Bronx... al menos en el boxeo hay
reglas...”. Sin embargo, se ganó un lugar en la historia quitándole dos títulos mundiales a
Thomas Hearns, campeón en seis categorías, un grande de todos los tiempos. ¿Qué tenía el mediocre
Barkley para tener de hijo a un tipo como Hearns? Misterio. El mismo que logró que Ken Norton le
ganara alguna vez a Muhammad Alí. La paternidad de Monzón sobre Benvenutti era más explicable: era
mejor y el Tano le tenía terror. No era para menos.
Salvando las distancias, en la política –la continuación del deporte por otros medios,
diría Von Clausewitz si tuviera el codificado– también se repiten estos fenómenos. Fernando
Henrique Cardoso (y antes, Fernando Collor) lo tuvieron de hijo a Lula antes de que éste
consiguiera triunfo y reelección en Brasil. Lo mismo pasó en Córdoba, altri tempi, con Angeloz y De
la Sota. Nixon odiaba a John Kennedy, que lo tuvo de hijo en 1960, pero tuvo su revancha en 1968 y
llegó a la presidencia. Domingo Laíno, aquel eterno opositor del dictador paraguayo Alfredo
Stroessner jamás disfrutó de esa chance. Bastante peor le fue a León Trotsky con el implacable
Stalin, claro.
El invierno ruso lo tuvo de hijo a Napoleón primero y a Hitler después. Perón a Balbín,
aunque se hayan acercado en el ocaso de sus vidas. La Academia Sueca a Borges, Mozart a Salieri,
Wagner a Nietzsche, Regina y Milena a Kierkegaard y Kafka, Víctor Hugo a Muñoz, Truman Capote a los
asesinos de A sangre fría. Y nosotros, lector, a la muerte; mientras conservemos el deseo y la
pasión, la pulsión que nos alienta a desafiar lo imposible más allá del triunfo o la derrota, esos
detalles insignificantes.