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Perón, Boudou, isla Demarchi

Por Daniel Guebel

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Fue hace un par de semanas. Andaba dando vueltas en auto por San Isidro. Era una de esas noches cálidas de invierno y yo andaba cabeceando en cada esquina, buscando el restaurante donde tenía la reunión. Finalmente, perdido por perdido, llamé a mi interlocutora. La luna llena lanzaba su luz fantasmal sobre los árboles añosos y sobre los alambres de púa electrificados que decoraban las mansiones señoriales, y yo relataba lo que veía mientras avanzaba a marcha lenta y mi interlocutora me iba guiando, hasta que de pronto pasé frente a una calle angosta, que se iba cerrando hacia el fondo, como un cono de protección. La calle estaba saturada de uniformados, y mientras pasaba le dije a mi interlocutora: “Ahora debo estar frente a un country muy importante, porque está lleno de gendarmes”, y ella me contestó: “No, pelotudo, es la entrada de La Cava”.

Desde luego, en términos concentracionarios, la diferencia entre un barrio cerrado y una villa multitudinaria es que unos pagan por la seguridad y otros cobran, y sólo quien vive en Avenida del Libertador puede creer que quien habita una villa es libre de elegir la dignidad de vivir en ese hacinamiento que no cesa de aumentar gracias a la soja que mantuvo a flote nuestra economía y ahora no deja de bajar de precio, pero es claro que los pobres, pobres, no piensan en cosas como ésa porque están chochos de amontonarse en esos pasillos custodiados y lo único que les preocupa es llegar rápido al Gaumont para gozar de los precios reducidos del séptimo arte. Es curioso que la misma clase media que grita su terror por la inseguridad y pide más fuerzas policiales –como si la policía fuera la solución y no parte del problema– sea la misma que aplaude sentada en los cines un film episódico dirigido por un joven progre que exalta la violencia por mano propia. Contradicciones del sistema.

Entre tanto, el Gobierno enfatiza su fuga hacia delante buscando la salida del laberinto por la única salida real: hacia arriba. La política es una teología profana que diviniza a sus practicantes al menos desde Egipto hasta nuestros días. Si unos construían pirámides para garantizarse una eternidad momificada, en la Argentina esa forma peculiar de la devoción echó raíces desde san Perón en adelante.

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El proyecto del megaedificio en la isla Demarchi puede considerarse una prueba de que el período liberal-privatizador-endeudador del menemismo, en su vertiente utópica new rich, ha encontrado su confirmación y legitimación, o que el kirchnerismo en avance furibundo hacia su retroceso extiende un saludo urbanístico societario a su continuidad macrista, es decir que en Argentina seguirá gobernando el pacto cívico-militar del Proceso, pero con buenas maneras democráticas. Pero también podría leerse en sí mismo. La estatuaria y la arquitectura son las formas elegidas por los gobiernos que creen necesario brindar una imagen perdurable de su gesta.

En ese sentido, nada nuevo bajo el sol. Perón, que en su exploración juvenil europea había observado atentamente los fenómenos combinados de la estética y la épica de masas, luego de ser liberado de su efímera detención en la isla Martín García decidió sin embargo innovar, construyendo el Monumento al Descamisado en homenaje a la parte del pueblo que lo había liberado creyendo que era el candidato opositor y no la joya preciada del sistema. El monumento, primero, iba a reproducir la imagen del perfecto trabajador autóctono, un trabajador morocho y aindiado, pero de las maquetas iniciales fue pasando a tener las formas de su propio rostro. Después, Evita se enfermó y las cuestiones económicas del país se volvieron difíciles, pero el proyecto era en sus inicios faraónico, y superaría en altura a la Estatua de la Libertad, como correspondía a un país que pretendía competir con Brasil por el liderazgo de la América católica.

Finalmente, ese monumento no se construyó porque Perón fue derrocado e ignoramos si el gran edificio demarchitano conseguirá otra cosa que su piedra fundamental, a plantarse lógicamente el 17 de octubre. El destino del país se construye con la materia del arenero de Amado Boudou, y el destino de toda ambición duradera es su condición efímera, a fin de cuentas, lo único de veras irreversible.