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Personalización del poder

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Para Cristina Fernández de Kirchner, el sintagma “transmisión del mando” es un oxímoron: si hay mando no hay transmisión y si hay transmisión es que no había mando. Incurrir en psicologismos para explicar procesos políticos es una mala costumbre, pero explicar una psicología política como tal, es decir la de una persona que, en este caso, se encuentra en la cúspide del poder gubernamental, probablemente sea más prudente.

Cuéntase que Francisco Solano López, figura histórica admirada por CFK, luego de haber contribuido como nadie al aniquilamiento de su propio pueblo, y ya próximo el fin, procedió a comer la bandera paraguaya. Dícese asimismo que sus últimas palabras fueron “Muero con la patria”. No tuve el gusto de conocer personalmente al general Solano López, pero la mitología de su final me parece demasiado verosímil a juzgar por la tragedia que la antecedió. Como explica Francisco Doratioto en su admirable obra sobre la Guerra del Paraguay, Solano, después de la caída de Humaitá, aun siendo patente que el conflicto estaba perdido, “persistió en la guerra, convirtiendo en víctimas a los propios civiles paraguayos, al establecer la práctica de tierra arrasada, vaciando los territorios de todos los recursos humanos y materiales que podían tener utilidad para el enemigo. La población sufrió gran mortandad al verse obligada a desplazarse sin transporte, comida ni abrigo”. No hay nada peor que la cerrilidad moral.

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Pero la política de tierra arrasada me recuerda a otro pastor de almas, Adolf Hitler, que cuando avanzaban incontenibles los ejércitos aliados hacia Berlín ordenó a sus lugartenientes poner en práctica la misma política, como lo testimonia Albert Speer (que no le hizo caso).

Que nadie me venga a decir, lo ruego, que estoy equiparando el gobierno democrático de CFK con el despotismo atroz de Solano López o el totalitarismo nazi. Se trata de algo diferente: de la patología política que afecta a algunas personas por la que se fusionan con el poder. Esto no sucede a todos los déspotas; no sucede, por ejemplo, a todos los monarcas. Y puede suceder, en cambio, con gobernantes que personalizan el poder en contextos democráticos.

No fue el caso de Néstor. Claramente, es el de Cristina. La experiencia del ejercicio “exitoso”, vasto, irresponsable (en sentido político), cotidianamente convalidado (por obsecuentes pero también por militantes sinceros y convencidos), del poder, tiene sobre algunas personas un efecto tan embriagante, tan abrumador, que se establece una grieta abismal entre la “realidad” (instituciones, elecciones, leyes, etc.) y su vivencia del poder como algo absolutamente personal, una pertenencia sin límites. Creo que hay una debilidad, latente, en la personalidad de quienes padecen esta patología, debilidad que se pone de manifiesto cuando se dan las circunstancias apropiadas (aleatorias). Son entonces las altas cumbres de un fenómeno universal, nefasto pero imposible de erradicar: la personalización del poder. Todo poder se personaliza, el problema es cuánto, y cual es el precio a pagar para restablecer el orden.

En este caso ha sido muy alto, y el episodio de la transmisión del mando lo revela en todo su patetismo. Cristina no puede transmitir el mando, porque es suyo. No le cabe en la cabeza. Desprenderse de un poder que ha sido personalizado al extremo es algo que no se puede concebir. ¿Y por qué nos metimos, como argentinos, en este lío? (recuerdo que CFK ganó no hace tanto por el 54%, victoria decisiva en su proceso de personalización del poder).

No sé. Hay factores de contexo histórico, algunos aleatorios, que llevaron a que los K ocuparan tanta centralidad y preponderancia. Fue como frotar la botella CFK hasta salir el genio maléfico. Pero, admitamos, a los argentinos hasta ahora este tipo de fenómeno nos ha importado bien poco. No somos muy sensibles al comportamiento del poder. Si otras cosas van bien, nos parece una variable secundaria.

(*) Investigador principal del Conicet y miembro del Club Político Argentino.