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Pesadillas de adolescencia

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Los sueños de adolescencia son complejos. Tanto vienen acunados por la evidencia de que el mundo no se pliega mansamente a las expectativas infantiles como por la certeza de que una temprana renuncia a la ambición sólo ofrece a cambio resignaciones canallescas, resentimientos perpetuos o la pura aceptación de una mediocridad indigna. Recuerdo el nombre del periódico de un pequeño grupo de izquierda: No transar. El gesto, la autodefinición, me parecía conmovedora, una gran declaración de principios, pero al mismo tiempo, cada vez que lo leía me preguntaba cómo era posible hacerlo, no transar en nada, si uno se dedicaba a la política, que es el arte de la imposición de hegemonías sectoriales y de la violencia ulterior cuando uno de esos sectores se apodera del aparato del Estado (la mafia no sería sino la formación larval, el proto-Estado, aunque su funcionamiento se reproduzca de manera ampliada en los Estados plenamente constituidos). Aquel grupo, que no transaba, fue aniquilado durante la represión de la dictadura.

Había también, por los tempranos 70, una revista que buscaba con fervor recorriendo los kioscos de la calle Corrientes. Aparecía ocasionalmente, a veces cuando ya no la esperaba. No me acuerdo de una sola de sus notas, pero me habían capturado los epígrafes o divisas que llevaba en la tapa. Uno afirmaba: “Di tu palabra y rómpete”. El otro: “Uno debería ser siempre un poco improbable”. La combinación de dos frases antitéticas –de Oscar Wilde o de Friedrich Nietzsche– podía pensarse como un programa para el resto de los años que me tocaran en suerte. También había otra frase, de otra revista, que si hubiese leído en aquella época habría mejorado mi preparación: “No morir por la palabra, no dejarse matar por ella”. Era una sabia advertencia, tanto para quien se quería convertir en escritor como para los jóvenes dispuestos a tomar un discurso y envolverse en él, usándolo de bandera que después se volvió sudario.