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Postales crocantes

Se llamaba Vivian W., era hija de alemanes, a mí me parecía de una belleza rutilante y jugábamos a la botella en la quinta de Del Viso. No solos, claro. Eramos parte de una ronda de seis, y nos juntábamos en la parte de atrás de la quinta de mis viejos.

Pepe150
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“Pensó que la única manera de volver a escribir era recurrir a su memoria infantil.”
Horacio Salas

Se llamaba Vivian W., era hija de alemanes, a mí me parecía de una belleza rutilante y jugábamos a la botella en la quinta de Del Viso. No solos, claro. Eramos parte de una ronda de seis, y nos juntábamos en la parte de atrás de la quinta de mis viejos.
La dirección de la botella proclamaba quiénes debían besarse. Y me tocó besarla, pero yo ni siquiera era adolescente.
Lo prohibido era extenso y misterioso. Con José Roberto guardábamos en un pequeño cofre metálico los Chesterfield que él le robaba a su padre. Eramos absurdos: enterrábamos el cofre con nuestro tesoro en el terreno de la huerta.
Fumar y besar a una chica eran perdiciones inalcanzables. Cuando pitábamos, no podíamos dejar de toser. No sólo cigarrillos robados en los jardines de Del Viso guardábamos; también ejemplares (¿de dónde los habríamos sacado?) de Loco lindo y Cabeza fresca, revistas “picantes”, erotismo apenas sugerido, chistes “verdes” de candidez deslumbrante.
No teníamos todavía trece años. Me recuerdo de pantalones cortos, rodillas lastimadas, flaco, más bien patético.
La gran tentación era el Cinemascope. Se estrenó en el Broadway con El manto sagrado, mamarracho bíblico con Victor Mature y música incidental de resonancias litúrgicas. Mi viejo trajo el disco a casa. Los discos se llamaban LP y eran de vinilo. Sonaban en el “combinado”. Puse la banda de sonido de El manto sagrado y Celia, la mujer del portero, una señora polaca recién emigrada que planchaba en la cocina, se me acercó, los ojos llenos de lágrimas, me besó en la frente y me bendijo. Ella era beata y a su juicio esa música “sagrada” que yo ponía a todo volumen proclamaba una particular santidad de ese niño de doce años que yo era.
La hora de la siesta en Del Viso era densa y significativa, mientras tramábamos aventuras con la pandilla de seis, ocho rufianes que barruntábamos maldades. Una de esas excursiones tenía especial y retorcida misión. En la casa que había atrás del árbol donde le di el primer beso blanco a Vivian W., había un casero italiano, que nos parecería anciano inmemorial, pero ¿cuánto tendría?, ¿sesenta, setenta años? Uno de nuestro grupo (el menor sería yo, los mayores andarían por los quince) se le acercaba al italiano, que nos veía retozar sentado en una silla de paja, y le pedía que “la mostrara”. Respondía el viejo con fuerte acento gringo y decía “cosa vuoi vedere? ¿La picca?”. Le decíamos que sí, a los gritos, y el viejo se abría la bragueta y la mostraba. Ninguna santidad. Fueron tres o cuatro años de ligero tartamudeo, zozobra e incertidumbre. Epoca tétrica. Convencer a mis padres de que era la época de que me compraran los pantalones largos sería agotador. La decisión fue tomada para los decisivos trece años, cuando todo se juntó. Se iba el gobierno militar, llegaba Arturo Frondizi, yo haría el Bar Mitzvá y comenzaba en el Colegio Nacional de Buenos Aires.
Para entrar al Buenos Aires, la vida, de la mano de mi viejo, me regaló a un señor ateo y riguroso que se llamaba Lino Mestroni. Venía a darme clases individuales en nuestro departamento del Botánico y no se privaba de predicar su laicismo sin tregua.
“¿Qué quiere decir que “nuestro Señor es el verbo?”, me preguntaba. No podía responderle, por obvios motivos, porque lo del “verbo” divino era cosecha del catolicismo y él sabía que no tenía necesidad de descristianizarme, pero subrayaba sus vituperios contra la Iglesia, a la que presumía el reservorio de todos los males.
Era minucioso, puntilloso, permanente exhibición de rigor y mandato. Aprobé el ingreso al Colegio de la Patria con 96 puntos sobre 120 posibles. Terminaba una época, pero sólo mucho después entendería que fueron años dorados aunque dolidos, deliciosos pero arduos.
Dejaría de jugar con mis vecinos del edificio, los hermanos del quinto piso, Jorge Enrique y Eduardo, rugbiers que iban a un colegio privado de Belgrano y se sorprendían de que nuestro año nuevo fuera diferente del de ellos. Se acabarían las complicidades con Chichina, del segundo, con la gorda Marta Ramos Otero, del tercero, con Susana del cuarto, universo pequeño y autocontenido, escenario de movilidad y divergencia.
Nietos de inmigrantes, mi hermana y yo nos hacíamos púberes en un mundo que era de todos, pero donde por primera vez, en la cocina de casa, la gorda del tercero me dijo judío de mierda.
Enseguida afloraron pulsiones y necesidades diferentes. Debe haber sido en 1959 cuando empecé a retirar del quiosco de la esquina las nacientes Hora Cero y Frontera, revistas de historietas que coleccioné con fervor religioso. Y, sí, fui devoto y obsesivo lector de El Eternauta.
Por aquella época compré mi primer diario, El Mundo. Ya para 1960 y 1961 sería una ceremonia, con José Roberto, esperar a la medianoche el ejemplar dominical y devorarlo en algún café del Centro.
Supe así que amaba el periodismo y que el olor a tinta me enloquecía. Admiraba la columna Off the Record, de política internacional, que firmaba el maestro Edgardo Damommio. Yo, un niño, quería ser como él. Cinco años más tarde coincidimos en mi primer trabajo, la revista Todo, para la que me conchabó Neustadt cuando yo tenía apenas diecinueve. Fue mi primer trabajo. El fue muy generoso.
En 1969, Damommio y yo viajaríamos juntos a Corea del Norte, un delirio improbable.
Quedan retazos trémulos de aquellos años cincuenta. La viuda del tercer piso recibía hombres de noche, se nos decía. En la peluquería de Malabia y Santa Fe se conseguía el fixture del fútbol, auspiciado por Glostora. Mientras esperaba mi turno, leía El Gráfico y Mundo Deportivo. En casa, mamá sintonizaba la radio al anochecer para escuchar a Los Pérez García.
Olores y sonidos, sal y pimienta de la vida, emanan hoy intensos, imborrables.
En casa de mi abuela Carolina, la que vino de Kishinev, ella prepara una carne estofada que sigo paladeando hoy, pero si me quedo a dormir en su casa, al mediodía ella cocina, luego me lleva hasta la olla fragante, pincha un trozo de pan con tenedor, lo hunde en el guiso. Dulce, me dice “Probá, ¿te gusta?”. ¿Cómo hacer a los diez años para decirle gracias a esa abuela cuya ternura fluye desde el arte de una cocina inaccesible a los hombres?
Carolina brilla en su excelsa perfección cuando prepara varéniques de guinda y me atraganto comiendo todo lo que humanamente puedo. Son años durante los cuales nos parece natural jugar y paladear y soñar y creer.
Rosa, en cambio, la madre de mi viejo, se muere en 1956 y la entierran en Liniers. Recuerdo las lágrimas de mi padre, rostro endurecido, mirada de insondable tristeza.
Ella se quedó viuda a los 27 años y apenas farfullaba español. Jamás olvidaremos mi primo y yo que cuando jugábamos interminables partidos de “cabeza” en el corredor de la planta baja donde tenía su departamento, en el mismo edificio donde en el cuarto vivía yo con mis padres y mi hermana, ella, cabello blanco-rubio recogido en estricto rodete, salía a increparnos: “Chicos, ¡no jueguen en pelota!”.
No entendía ella por qué nos retorcíamos de la risa, pero nosotros no podíamos entender cómo debe haber sido emigrar, una adolescente, desde una aldea vecina a la ciudad de Gersón asolada por los pogroms, a esa Argentina del Centenario donde moriría, habiendo aprendido a tomar mate y a armar una familia, sin protestar demasiado, desde la más patente modestia, sin la ayuda de nadie.
¿Qué se habrá hecho de Vivian W.?

(Durante el mes de enero, Pepe Eliaschev evitará por motivos veraniegos inmiscuirse en la agenda que marca la actualidad.)