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Primeras deposiciones

El barrio en el que vivo (por elección y no por fatalidad) difícilmente podría considerarse un barrio que simpatice con los intereses de la Sociedad Rural Argentina, ni siquiera por la cantidad de trabajadoras de la carne que puntúan sus esquinas. Es un barrio cosmobolita en el que han hecho su asiento diversas comunidades latinoamericanas y cada tanto los canales de televisión nos visitan cuando la fuerza pública intenta desalojar una propiedad “ocupada ilegalmente”. El martes a la tardecita estaba trabajando cuando un rumor comenzó a filtrarse en mi conciencia, que vagaba lejos de las cosas de este mundo. Era el estruendo de las cacerolas que se colaba por mi ventana.

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El barrio en el que vivo (por elección y no por fatalidad) difícilmente podría considerarse un barrio que simpatice con los intereses de la Sociedad Rural Argentina, ni siquiera por la cantidad de trabajadoras de la carne que puntúan sus esquinas. Es un barrio cosmobolita en el que han hecho su asiento diversas comunidades latinoamericanas y cada tanto los canales de televisión nos visitan cuando la fuerza pública intenta desalojar una propiedad “ocupada ilegalmente”. El martes a la tardecita estaba trabajando cuando un rumor comenzó a filtrarse en mi conciencia, que vagaba lejos de las cosas de este mundo. Era el estruendo de las cacerolas que se colaba por mi ventana. ¿Una brecha cósmica se había abierto hacia el pasado? No: el barrio protestaba por algo que yo no sabía bien qué era. Prendí la televisión y me enteré de la inesperada alianza entre el campo y la ciudad en contra de un gobierno sobre cuyo estreñimiento yo ya había manifestado mi alarma. En los barrios más acomodados, pero también en el mío, abandonado desde hace décadas por las sedicentes políticas modernizadoras, se dejó oír la misma protesta que un ministro nacional y descerebrado cometió la imprudencia de considerar como “montada”. Tal vez por eso, otro ministro mandó las tropas partidarias a desarticular la demanda, al menos en el centro, y se instruyó al ejército para que enfrentara a estancieros y campesinos díscolos. Los capangas de la tropa de asalto gubernamental remunerada esgrimieron el banderín antigolpista. Una periodista especializada en marcas de perfumes y de ropa identificó el style y asignó a los manifestantes a “la plaza de las trillizas”. Pero en mi barrio no hay trillizas de oro y mis vecinos salieron, sin embargo, a las calles, no a pedir un golpe sino sinceridad, cosas concretas.
Es muy pronto para interpretar el unánime repudio ciudadano a un discurso presidencial viciado por el tono y la ausencia de contenidos, pero es evidente el descrédito de las promesas redistributivas en boca de políticos que no hacen sino demostrar que no están dispuestos a dar nada sino a retenerlo todo: valijas, índices, dólares, obras.