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Hablando de versiones eruditas, acabo de terminar un libro en el que un personaje quiere pasar su vida leyendo.

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Acabo de leer una nota sobre las novedades que las editoriales prometen para 2018 y quedé completamente abrumado, al borde de tomar la decisión de no leer ninguna. Supongo que llega una edad (no sé cuál es, pero me está alcanzando) de renunciar a toda lectura que no sea una relectura. O, en todo caso, la lectura de libros que uno nunca leyó pero siente culpa por no haberlo hecho. En ese sentido, La Divina Comedia es mi fantasma más incordiante. Acabo de descubrir que Pablo Maurette organiza una lectura colectiva a distancia que empieza el 1º de enero a razón de un canto por día que se irá comentando en Twitter. Pero me doy cuenta de que no tengo el libro en casa y dudo que se encuentre un ejemplar en San Clemente. Así que interrumpo la redacción y descargo de la web dos versiones del libro, una en verso y otra en prosa. Me pregunto si las traducciones serán buenas, si convendrá leer una versión llana llena de notas o si lo único admisible es leerla en italiano aunque uno no lo hable. Demasiadas dudas. Debería preguntarle a Maurette, o a Guillermo Piro, para quien todo lo italiano es bueno, pero Dante es mejor.

Hablando de versiones eruditas, acabo de terminar un libro en el que un personaje quiere pasar su vida leyendo, pero “lejos de esas personas que pasan la existencia en la degradante ocupación de editar a los clásicos, ensuciando los márgenes de los libros más hermosos con anotaciones vanas y superfluas y haciendo lo que está a su alcance para inspirar una perpetua repugnancia por toda belleza. (...) Nada más digno de lástima que una obra maestra desfigurada por la pluma del comentador”. De haber prevalecido esta opinión, la Academia estaría en problemas, pero el personaje, perseguido por una siniestra organización, los tiene más grandes. El libro (1985), se llama Los tres impostores y es de Arthur Machen. Está editado en la Biblioteca Personal de Borges, que lo califica de “breve y casi secreta obra maestra”. Pero no dice ahí todo lo que pensaba de Machen: que en general se quedaba en la búsqueda del estilo y no tenía una sola idea en la cabeza, como afirma Bioy en su diario. Bioy, siempre rencoroso con sus colegas, completa: “Empiezo a sospechar que Arthur Machen era un pelafustán y un latero”. (Otro proyecto de vida, del que estas notas parecen formar parte, es la inspección de las conversaciones entre Bioy y Borges para comprobar sus opiniones sobre los escritores. De paso, Borges sostenía que Dante era insuperable, mejor que Shakespeare, que Cervantes, etcétera).

Vuelvo a Los tres impostores. Es una novela en la que cada personaje les cuenta un cuento a los protagonistas a la manera de Las mil y una noches (uno de ellos es un escritor obsesionado por el estilo como Machen, del que el autor se ríe). En esos cuentos, fantásticos en su mayoría, hay de todo: desde las Memorias de Casanova (Machen las tradujo al inglés) hasta Bouvard y Pécuchet. Lovecraft los tomó como referencia de sus cosmogonías malignas y sus criaturas inefables, pero Machen deja estos horrores entre paréntesis porque son obra de sus impostores. Machen era más discreto con lo inmaterial que Lovecraft, tenía más humor y describió como nadie la irrepetible heterogeneidad de Londres en el siglo XIX. Iain Sinclair lo leyó con más cuidado que Bioy.

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