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ESCENARIOS FUTUROS

¿Qué aprendimos de 2001?

Pasaron casi nueve años desde aquellos sucesos que algunos caracterizaron como la crisis más grave del país desde su nacimiento. Voluptuosa expresión de cansancio moral, frustración y desesperanza colectiva que se alzó al grito de “que se vayan todos”.

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Pasaron casi nueve años desde aquellos sucesos que algunos caracterizaron como la crisis más grave del país desde su nacimiento. Voluptuosa expresión de cansancio moral, frustración y desesperanza colectiva que se alzó al grito de “que se vayan todos”. ¿Qué enseñanzas dejaron en el conjunto de la dirigencia aquellos días de ahorristas furiosos, supermercados saqueados y una represión policial que intentó –en vano–aquietar la rebeldía popular cobrándose más de 30 vidas? Como tantos otros hechos críticos de nuestra vida política, éste también tiene una cuenta pendiente con la historia y lamentablemente, muchos de los factores presentes en la crisis de 2001 siguen teniendo cierto “parecido de familia” con el presente. Estamos frente a una sociedad crispada, temerosa, con señales preocupantes de insatisfacción, intolerancia y agresividad en los múltiples planos de la vida cotidiana. Estamos también ante una dirigencia política que, salvo excepciones, aparece devaluada en la opinión pública. Una dirigencia que la gente percibe ajena a los problemas del ciudadano común, interesada en su propio beneficio personal o corporativo y sobre todo, una en la que la cooperación, la construcción de consensos y la institucionalidad importan menos que la satisfacción de su propio narcisismo. Al mismo tiempo, y como programados para la inestabilidad, la transgresión, como un estímulo que parece excitar nuestra autoestima social. Vivimos subvirtiendo el ordenamiento que imponen las normas. Un importante dirigente sostenía hace algún tiempo que los argentinos estábamos “condenados al éxito”. Sin embargo, creo que si profundizamos en el significado metafórico de esta frase, probablemente encontraríamos allí parte de la explicación de nuestros recurrentes fracasos como país: es porque estamos convencidos de que estamos condenados al éxito, que no vale la pena esforzarse demasiado para lograrlo.

Me divierte ver la cara del auditorio cuando en alguna charla sobre el perfil del argentino medio digo que en realidad, los judíos están equivocados cuando sostienen ser “el pueblo elegido”, comparten ese destino con otro pueblo que piensa lo mismo de sí mismo, claro que con un significado bien diferente: si para el pueblo de Israel, la condición de ser el pueblo elegido conlleva la idea de un pacto de lealtad, sacrificio y sumisión a los preceptos bíblicos, para el argentino medio “ser el pueblo elegido” implica la certeza de un destino de gloria y por tanto, de excepcionalidades y no de pruebas de sacrificio y sumisión a la ley. Aquel gol excepcional de Maradona se logró –vox populi dixit– de la mano de Dios. No hubo vergüenza ni culpa.
A pesar de todo, los argentinos vamos avanzando pudiendo dejar atrás algunos miedos y comportamientos inmaduros. Miedos que en su momento fueron neutralizados con racionalizaciones y fugas hacia adelante para huir de la angustia. Así, al terrorismo de Estado lo acompañó “el por algo será”. Al temor por el regreso de la híper, la confianza ciega en una convertibilidad que nos convenció de que habíamos alcanzado el primer mundo. Al irrespeto por los principios básicos de orden republicano lo enmascaramos con la idea de los beneficios de la transgresión y le dimos entidad transformadora a un comportamiento perverso que siguió minando la ya débil institucionalidad de nuestro país.
Lo que parece haberse disparado hoy entre los argentinos es un sentimiento generalizado de mayor control ciudadano sobre las decisiones públicas. La misma crisis de representación política hace que los electores se arroguen el derecho de controlar y sobre todo de exigir de los funcionarios una mayor rendición de cuentas sin intermediación institucional alguna. Esa nueva sensibilidad social comienza a advertir que el desdén por lo institucional privilegiando la ética de resultados, en el largo plazo, termina privando al país de sustentabilidad en materia de inclusión social y desarrollo. Aún falta mucho para alcanzar la ciudanía plena, para hacernos responsables de nuestro propio destino. Destino que sólo escribiremos si logramos convertir la mirada sobre el otro en un nosotros, privilegiando el futuro del país.

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*Socióloga. Analista de opinión pública.