COLUMNISTAS
Reflexion sobre el suicidio

Que nadie deje el salón

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Una de las frases más convocantes sobre esta materia la escribió Albert Camus en El mito de Sísifo: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena ser vivida es la pregunta fundamental de la Filosofía”. Tomar o dejar. El que se queda, que no llore. Calavera, no llora. Frases y definiciones tajantes como esas le valieron a Camus su apogeo en la Francia de la posguerra y el premio Nobel. Yo, que en 1960 estudiaba en Francia, no olvidaré nunca esa frase provocadora y reveladora leída en el café adonde íbamos los argentinos, el Old Navy en Saint Germain. Apenas una semana después Combat, Liberación, Le Figaro, exclamaban con títulos a media página: “Se mató Camus”. Leí la crónica en la terraza del Old Navy, pero Camus no se había suicidado. Se había estrellado con un coche sport, seguramente comprado con la plata del Premio Nobel, en un día soleado, en el sur de Francia.
El destino se adelantó a la voluntad, o a la resultante de su última disquisición sobre la terrible frase de apertura de su libro más importante.

Los escritores y pensadores viven un “aire de época” que une sus temas, más allá de las conclusiones que pudieron ser divergentes. En 1958, dos años antes de la muerte de Camus en el café del cine Gran Rex, que ya no está, Witold Gombrowicz solía desayunar allí y tomar notas para un diario que publicaría mucho después cuando finalmente la fama que mereció su estilo lo devolvió a su Europa originaria. En La Rex se podía jugar horas al ajedrez sin pagar más que un café y por las tardes tenía partidas interminables con amigos, entre los que se contaba Ernesto Sábato. Gombrowicz era exiliado, tenía un puesto de oficinista muy menor en el Banco de la Polonia y no confiaba en llegar a escribir libros hoy famosos mundialmente, como Ferdydurke y La pornografía.

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Quería la amistad de los argentinos, sobre todo la gente más humilde. Pero sabía que los argentinos eran peligrosos. No puede respetar al otro que carece de sentido trágico de la existencia. Escribió en la mesa de La Rex: “Argentina no cree en su propia jerarquía de valores. Hay un lenguaje solemne ritual, retórico; y un lenguaje privado que usa la gente para entenderse, a espaldas del oficial.
“Argentina es una pasta que todavía no llegó a ser postre. Es algo informe.”

En algún día de frío y lluvia, detrás de la ventana sobre la calle Corrientes, escribió: “El chantaje implícito en la prohibición de suicidarse es uno de los mayores atentados contra la libertad humana. Porque mi libertad suprema consiste en preguntarme como Hamlet: ¿Ser o no ser? Y responder sin presión alguna. Esta vida puede ser una condena; puede pisotearme, deshonrarme con una crueldad feroz, pero me queda un recurso maravilloso y soberano: privarme yo mismo de esa vida. Esta es la base de mi libertad y de mi dignidad. Pero esta posibilidad, que debería estar en todas las constituciones, me ha sido progresivamente confiscada”.
La sociedad, empujada quizás por la voluntad de no hacerle un desaire a las divinidades, cerró esa puerta con entusiasmo, al punto que no dejan cerca del condenado a muerte nada que pueda permitirle quitarse la vida por mano propia. En Auschwitz se anotaba cuidadosamente el número, la altura y la edad del futuro gaseado. Cuando alguien es ingresado en una comisaría de Buenos Aires se le quita el cinturón, se revisa que no esconda objeto cortante alguno y se le sacan los cordones de los zapatos (desde luego la corbata o tiradores que usase).

¿Qué extraña pulsión lleva a que se prohíba al condenado a la silla eléctrica a no dejarlo matarse con una pastilla o con una soga? ¿Es amor, es un último sadismo de verdugo empeñoso?
Hay algo de misterioso, entre hipócrita y vengativo en esta conducta extrañamente universalizada. ¿Tendrán miedo de perder mano de obra? ¿Habrá un cálculo final tipo patrón-esclavo?
En realidad los verdaderos suicidas potenciales se matan poco. Parten del evangelio nietzschiano que dice: la idea del suicidio me ayudó a pasar muchas noches que hubieran sido imposibles.
La posibilidad de irse engendra más bien la tentación de quedarse y ver hasta dónde llega la cosa. Es un recurso para inteligentes y la fuente de libertad de saber, que quien abre o cierra la puerta de su cuarto más íntimo, es uno mismo.

*Escritor y diplomático.