COLUMNISTAS

Qué pasa

No habrá sido “una 126” pero fue la mayor debacle política del kirchnerismo desde 2003 después del conflicto con el campo.

|

No habrá sido “una 126” pero fue la mayor debacle política del kirchnerismo desde 2003 después del conflicto con el campo. Un termómetro: volvieron a aumentar las ventas de diarios y visitantes únicos de los sitios de los diarios en Internet como cuando Cobos votó “no positivo”.

Pero, ¿por qué la creación de un fondo para pagos de la deuda por 6 mil millones de dólares con dinero del Banco Central generó una crisis institucional cuando hace tres años el pago de 9 mil millones de deuda parcialmente con fondos de ese mismo banco no le movió un pelo a nadie? (Y además cosechó aplausos.)

Los técnicos (del derecho y de la economía) explicarán que antes había una deuda del Banco Central y ahora es del Estado, o que antes el tema pasó por el Congreso y ahora no. Mientras que el Gobierno dirá que en 2006 el Banco Central tenía la mitad de los 48 mil millones de dólares de reservas actuales y por eso apela al (muy discutible) concepto de reservas excedentes, o que los decretos de necesidad y urgencia antes precisaban la aprobación del Congreso y a partir de julio de 2006, cuando se aprobó la Ley 26.122 de Régimen Legal de los Decretos de Necesidad y Urgencia, de Delegación Legislativa y de Promulgación Parcial de Leyes, los DNU sólo pierden validez si ambas cámaras del Congreso los derogan, o sea, no precisan su conformidad para regir.

Pero nada de eso es toda la verdad ni su parte más importante. Verlo desde esa perspectiva formalista sería lo mismo que preguntarse por qué hace un año “otro” aumento “más” de las retenciones generó una insubordinación cívica mayúscula cuando todos los anteriores aumentos de esas mismas retenciones habían sido digeridos más o menos sin sobresaltos. Esa perspectiva miope-cartesiana es la que tiene el Gobierno. Y por eso se volvió a equivocar (de hecho, el año pasado usó fondos del Banco Central aunque más disimuladamente: ver página 58/El Observador).

La mayoría de los ciudadanos votó un cambio de estilo en el Poder Ejecutivo: ingenuamente en 2007 y explícitamente en 2009. Algo diferente a Néstor Kirchner. Cuando en 2007 eligieron a Cristina, creyeron candorosamente que vendría con más institucionalidad, transparencia y hasta la renovación en el INDEC. Se equivocaron. La causa fue la codicia: querían algo diferente pero al mismo tiempo que todo siguiera igual con la economía. Nada es igual en la vida: es mejor o es peor. Y quien juega al empate tiene más posibilidades de perder.

En 2009 los votantes reforzaron el mensaje de cambio pero el daño ya estaba hecho: la Presidenta se llama Kirchner, casada con una persona a quien la sociedad premió durante décadas por ser autoritaria, a quien en las elecciones de 2005 se le revalidó su estilo agresivo, prepotente, despótico, dominante, intransigente, arbitrario y fanático confirmando el consenso que ya indicaban las encuestas con índices de aprobación superiores al 70%, una adhesión pocas veces vista. Era pedirle peras al olmo. Después de ser ascendido de intendente a gobernador, de gobernador a presidente, y siempre reelecto, nadie cambiaría lo que le permitió el éxito, por lo menos no antes de alcanzar la cumbre del fracaso.

También se le piden peras al olmo de la oposición. Y probablemente se le sigan pidiendo si Cobos alcanza la presidencia. En ese caso, no sería de extrañar que asumiera como un San Martín, pero no tardará en ser considerado un timorato, como De la Rúa, cuando lo que ya fue virtud (su tono mesurado) se convierta en algo insoportable porque desaparezca el efecto del encanto. A los ojos de los votantes, los presidentes (como las enamoradas para los enamorados y viceversa) no son lo que son sino lo que precisan que sean quienes miran.

Pero si el Gobierno estuviera dispuesto a cumplir con el mandato de las últimas elecciones y quisiera negociar con la oposición las medidas más trascendentes, el otro problema es que la oposición no es una y sólo se unifica ante el rentable oficio que resulta pegarle hoy a este Kirchner infinitesimalizado. El rechazo al uso de las reservas para pagar deuda es un buen ejemplo de sus diferencias, hipocresías y miserabilidades.

Si no fuera por el costo real de esta crisis, resultaría risible ver a ortodoxos neoconservadores (mal llamados aquí liberales) manifestarse en contra del uso de las reservas porque son “el ahorro del pueblo argentino” y, al revés, a heterodoxos intervencionistas desaprobar el uso de las reservas porque “se avasalla la autonomía del Banco Central”.

Quienes nunca creyeron ni una cosa ni la otra se disfrazan de lo inverso para atrapar un poco de la simpatía que brinda la sociedad a quien se enfrenta a Kirchner. Y queda Pino Solanas, quien propone no pagar “la parte ilegítima” de la deuda, lo que en la práctica significa no pagar ni con reservas ni con superávit.

La mejor forma de comprender el fondo de la cuestión es comparar cómo sería la Argentina si el Gobierno hubiera avanzado con el Fondo del Bicentenario (para el Desendeudamiento y la Estabilidad, sic) sin contratiempos y cómo sería si finalmente la oposición, Redrado, el juez Thomas Griesa o el organismo de aplicación bursátil de Wall Street (SEC) lograran impedírselo.

En el primer escenario, como el presupuesto ya incluía una partida para pagos de deuda, si el Gobierno usara ese dinero para otros fines sería equivalente a que el aumento del gasto público pasara, por ejemplo, del 18% al 26% y/o el aumento de la inversión en obra pública pasara del 25% al 40%. En términos de producto bruto, esto podría significar crecer el 6% en lugar del 4%, por ejemplo, y que la inflación, en lugar de ser del 15%, fuera del 22%, cebando la economía con una mayor demanda agregada.

Al Gobierno le interesaría llegar a las elecciones de 2011 con más consumo aunque el precio a pagar fuera mayor inflación. La oposición ya percibe que tendrá la responsabilidad de conducir al país en 2012 (el año que en el calendario maya se destruye el mundo como lo conocemos). ¿Le conviene a la oposición recibir un país creciendo más pero con más inflación, o con menos inflación y con un poco más de reservas en el Banco Central pero creciendo menos?

No existe un límite inalterable pero la sociedad viene demostrando que –por ahora– digiere una inflación de hasta el 15% sin desarrollar comportamientos financieros autodestructivos y que se pone nerviosa cuando la inflación pasa del 20%. Pero como esos niveles de tolerancia son subjetivos, nadie aconsejaría estirar los límites dentro de los cuales dinamizar la demanda porque, cruzado cierto umbral, la única cura posible sería un ajuste que terminara destruyendo más valor del agregado por un crecimiento mayor.

La oposición, además de sacar rédito fácil de un rival en mal estado, se opone para minimizar el daño que el kirchnerismo pueda hacer en el futuro con nuevas herencias fiscales que quisiera introducir, más que por cuestiones de principios económicos o republicanos. Se opone para marcarle la cancha al Gobierno y decirle “hasta aquí” a eventuales intentos de próximas medidas que hipotequen el futuro, más que por estar en desacuerdo con el uso de reservas para el pago de deudas. Es más, este Congreso aprobaría el uso de reservas del Banco Central que fuera necesario por sobre lo previsto en el presupuesto si llegado el vencimiento no se consiguiera refinanciación a una tasa conveniente.

Antes de explotar este conflicto, era probable que no hubiera sido necesario utilizar el Fondo del Bicentenario o se utilizara sólo una parte, porque el Estado contaba con la posibilidad de endeudarse, lo que sumado a los mil millones que ingresan como parte de la renegociación con los holdouts, más lo que preveía el presupuesto nacional destinar al pago de deuda hubiese alcanzado para que el Fondo del Bicentenario cumpliera más un papel de garantía que de uso concreto.

Otra paradoja es que algunos de quienes defendieron ahora a Redrado en el Congreso fueron los mismos que lo atacaban cuando el Gobierno era quien lo defendía. Redrado nunca fue para el panradicalismo el paradigma de la independencia del Banco Central, y hasta no hace tanto Guillermo Moreno se regodeaba diciendo que “Redrado es otro de los rubiecitos que precisamos para dejar contenta a la gilada y a los mercados” (obsérvense las similitudes taxonómicas de Prat-Gay, Lousteau y Redrado).

La misión fundamental del Banco Central de defensa del valor de la moneda no se mide por el valor del dólar en pesos sino por el valor del peso en mercaderías compradas por los ciudadanos en el país. El control de la inflación es su principal tarea. Con la misma vehemencia con que Redrado defiende hoy la Carta Orgánica del Banco Central se debería haber opuesto a un INDEC manipulado.

No pocos economistas piensan que Redrado fue menos independiente que Machinea como presidente del Banco Central de Alfonsín, cuando –antes de la convertibilidad– no existía la ley que otorgó independencia al Banco Central. Sostienen que en la práctica Redrado convalidó con su política monetaria la tasa de inflación real y llevó adelante una política monetaria pasiva frente a la inflación, o sea, dio toda la liquidez (emisión, encajes y pases, entre otras herramientas) que el mercado precisaba para acomodarse a esa alta tasa de inflación.

Paralelamente, un Gobierno mal acostumbrando a la extraordinaria empatía de Redrado se abusó, no le dejó una salida elegante y con extrema torpeza lo entregó a los brazos de la oposición, entre ellos Gerardo Morales y Ernesto Sanz, quienes le habían advertido la posibilidad de juicio político si no se oponía al Fondo del Bicentenario. También es cierto que probablemente Redrado no hubiera sido inflexible cuatro años atrás, cuando la estrella kirchnerista estaba en alza y no era necesario cuidarse del Congreso o la Justicia. En 2006 habría encontrado formas de hacer posible algo similar al Fondo del Bicentenario.

Todos actúan, Redrado, la oposición, el Gobierno, los jueces intervinientes y los economistas (estos últimos aprovechan la complejidad del tema para que sus opiniones siempre sean funcionales a sus intereses personales sin tener que faltar a la verdad).

Todos impostan algo que no es. Gramsci escribía que “es una opinión muy difundida en algunos ambientes (y esta difusión es un signo de la estatura política y cultural de dichos ambientes) que, en el arte de la política, sea esencial el mentir, el saber esconder de una manera astuta la opinión verdadera y los verdaderos fines a los cuales se tiende, el saber hacer creer lo contrario de lo que verdaderamente se quiere, etc., etc. La opinión es tan arraigada y difundida que, cuando se dice la verdad, nadie la cree”.

Finalmente, como siempre, el otro protagonista perpetuo y obvio de este síndrome político es la prensa. En el libro The new writing in the USA, su autor, Robert Creely, escribió: “Nada encajará si presuponemos que hay lugar para ello”. Si la mayoría de la prensa quiere ver que todo saldrá mal, hay más posibilidades de que la profecía autocumplida se haga realidad. Pero si fuera cierto aquello de que “muchos de los escritos dependen de la ocultación de las circunstancias que motivaron su redacción”, como escribió Adam Phillips, uno de los psicoanalistas más famosos de los Estados Unidos, el daño que la prensa le puede producir a Kirchner iría decreciendo porque cada vez serían más inocultables para los argentinos las motivaciones de los principales medios.

Volviendo al comienzo de esta columna, tenemos un Gobierno que no sabe proceder de manera consensuada porque en el pasado fue premiado por actuar antagónicamente. Tampoco tenemos una oposición unida ni con mínimos acuerdos básicos convenidos para sentarse a negociar con un Gobierno que quisiese hacerlo (Carrió, cuando ve que los radicales aceptan a Cobos como su candidato natural, comienza a criticar también a los radicales). Más un Gobierno que cree que gastando más e impulsando el consumo puede ganar las elecciones (se equivoca: Menem perdió en la bonanza).

Y tenemos casi dos años por delante.

Eso es lo que pasa.