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el filosofo oficial

¿Qué te pasa, Feinmann, estás nervioso?

En cualquier barrio de clase baja, media o alta de cualquier parte de Iberoamérica, cualquiera sabe lo que significa mierda. Ya ni siquiera la Real Academia la considera una mala palabra y hasta se rumorea por ahí que pisarla trae buena suerte, aunque en este caso tiendo a suponer que dicha superstición fue inventada para consuelo de desprevenidos gilastrunes.

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En cualquier barrio de clase baja, media o alta de cualquier parte de Iberoamérica, cualquiera sabe lo que significa mierda. Ya ni siquiera la Real Academia la considera una mala palabra y hasta se rumorea por ahí que pisarla trae buena suerte, aunque en este caso tiendo a suponer que dicha superstición fue inventada para consuelo de desprevenidos gilastrunes. La mierda de veras; es decir, el sustantivo mierda, suele volverse adjetivo cuando cualquiera busca desacreditar a personas o cosas que le caen verdaderamente mal, al punto de sacarlo de las casillas. Nadie llega a decir que tal tipo o tal producto es una mierda sin cierto nivel de enojo. Ni qué hablar si se sobreadjetiva el calificativo anteponiéndole la apelación “reverenda...”. Ya el enojo se habrá convertido en furia.
El filósofo kirchnerista José Pablo Feinmann parece estar muy, pero muy enojado, más bien exasperado, con quienes, últimamente, publicamos libros en los que se critica desde distintos puntos de vista a sus jefes políticos. Los considera una mierda, aunque ningún intelectual de fuste se permitiría utilizar ese término soez para expresar sus sentimientos. Escribió Feinmann en su habitual columna de contratapa en el diario paraestatal Página/12, el domingo pasado:
“Pensemos en la cantidad de libros que han salido para arrojar material defecatorio, excremental, estiercolero, sobre la figura de ‘los K’. Uno de Marcos Aguinis (Pobre patria mía), otro de Luis Majul (El dueño), enseguida uno de un periodista de PERFIL, Edi Zunino (Patria o medios), antes uno del infaltable Joaquín Morales Solá (Los Kirchner)...”.

Queda confirmadísimo que Feinmann tiene clase para decir mierda. Al menos, la suficiente como para dar por hecho que, antes de meter todo dentro de la misma bolsa infecta, leyó con detenimiento los objetos de su análisis clínico de tanta materia fecal. En el próximo párrafo llega la sorpresa:
“No han incurrido en esta modalidad –se lamenta José Pablo– ni Natalio Botana, ni Santiago Kovadloff, ni Beatriz Sarlo ni Tulio Halperín Donghi ni Carlos Altamirano, por citar sólo algunos que uno habría leído con cierta atención.”
Los estudiantes de Filosofía y los televidentes de Feinmann en sus programas de los canales estatales 7 y Encuentro ya saben que no hace falta leer (o hacerlo “con cierta atención”) antes de criticar algo.
Sigue adelante nuestro pensador oficial:
“Son periodistas con un tufillo aventurero. Gente que no ha demostrado talento ensayístico ni atesorado prestigio intelectual. ¿Qué son, qué buscan? Ventas rápidas, trepar en las listas de best sellers. Son libros-cacerola. Hay, todavía, una clase media que se los devora. (...) El libro anti K se ha transformado en un libro de autoayuda. Permite a la Mesa de Enlace, a los garcas de todo tipo, a la ‘oposición’ y a toda la inmensa clase media teflonera tener enhiestas sus esperanzas destituyentes (...) creyendo que llegará el día en que los ‘terroristas que nos gobiernan’ serán destituidos...”.
Pasando por alto el elitismo de Feinmann (quien sólo se muestra dispuesto a leer, y con todo derecho, lo que escriben sus pares académicos) y la tramposa idea de que él jamás escribió libros para que se vendan, me queda la esperanza de que la reciente despenalización del antiguo delito de calumnias e injurias no haya sido impulsada por el Gobierno para que sus acólitos puedan acusar de cualquier cosa a cualquiera. Prefiero seguir pensando que, pese al oportunismo con que se la tomó, la decisión fue correcta. Como tantos otros periodistas, en los 90 (cuando a Feinmann le encantaban los libros periodísticos) supe lo molesto e indignante que es andar pintándose los dedos en los Tribunales, acusado de delincuente por el poder de turno.

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Llevando su oficialitis al límite de las convulsiones, dice Feinmann:
“Al fin y al cabo, es cierto que hay corrupción en este Gobierno. Sólo que lo que nos espera con el horrible fascismo que está armándose es mucho, pero mucho peor.”
Bingo. El filósofo preferido de Néstor y Cristina acaba de disminuir el noventista axioma de “roban pero hacen” a una especie de “roban pero piensan como yo”.
Apenas leí la nota por Internet, llamé a un gran amigo mío que lo fue de Feinmann, para tratar de entender semejante ofuscación.
—Están preocupados, Edi. Los contratos en la tele son muy buenos y tienen miedo de que se les corte el chorro.
—No, yo no puedo creer que todos los monos bailen por la plata.
—Es cierto. No todos bailan. Algunos, a veces, cantan –me dijo mi amigo, ex amigo de Feinmann.
Había leído la contratapa de Página/12 inmediatamente después de mandarle un mail a Marcos Aguinis, para agradecerle su “exagerada generosidad” al considerar, en una reseña publicada un día antes en la revista cultural de La Nación, que mi libro “es fruto de una apasionada investigación periodística, pero también de un talento narrativo admirable”. Nunca compartimos siquiera un apretón de manos con Aguinis. Somos de generaciones e ideas distintas. Vamos a cumpleaños diferentes, digamos. Pero nobleza obliga.
Cuento esto sólo para que nuestro afilado filósofo quede tranquilo con su conciencia y, desde su nerviosa y momentánea pequeñez (ya vendrán tiempos mejores, tal vez algún día trabajemos juntos), dé por confirmado que soy de derecha. Siempre lo fui, José Pablo. Hice mis primeras armas repartiendo por los kioscos la revista Retruco, vestido a veces de colimba. Era el 82. Uno todavía podía ir en cana por eso. Después me metí unos años en el Partido Comunista (soy el mismo que figura último en la lista de La Fede, el reciente libro de Isidoro Gilbert). En el 83, cometí el error de votar con disciplina a Hermino Iglesias. Y en las útimas, lo hice por Cristina.
Igual que vos, pero sin carné.