COLUMNISTAS

Quedarse sin micrófono

Quedarse sin micrófono” es un modo nacional de mencionar silenciamientos parciales o censura total. Se usó el concepto la semana pasada con Nelson Castro. La discusión merece ser ventilada.

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Quedarse sin micrófono” es un modo nacional de mencionar silenciamientos parciales o censura total. Se usó el concepto la semana pasada con Nelson Castro. La discusión merece ser ventilada. Alude a una cuestión esencial, que no ha generado entre nosotros, los afectados, plena coincidencia sobre los alcances y la delicadeza del tema.

Cuando el gobierno de Néstor Kirchner me apartó arteramente (a las 2005 hrs. del 30 de diciembre de 2005, sin poder despedirme de los oyentes) de Radio Nacional, donde conducía un programa de 20 años de trayectoria ininterrumpida, me dejaron fehacientemente sin micrófono, mi herramienta de trabajo profesional. Conduje mi primer programa (“¿Y vos, quien sos?”) por la vieja Radio Municipal que emitía desde el Teatro Colón. Era 1967 y tenía 22 años.

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Desde ese momento, mantengo con la radio un diálogo tartamudo, pero profundo y continuo. Cuando me dijeron “negro, c’est fini”, no fue un mero tema “contractual”, como se balbuceó desde el oficialismo. Tampoco lo de la semana pasada es un “problema contractual”, más allá de que el excluido fue sacado del aire sin discontinuarle la ejecución del contrato. Esa “delicadeza” de Radio del Plata es una falsa prolijidad que no desvirtúa el silenciamiento de una voz independiente. Cuando me desalojaron de Radio Nacional, voces asordinadas conjeturaron mi supuesta auto “victimización”, como si el episodio fuera sobredimensionado por un ávido de notoriedad.

La masiva solidaridad que recibí en la Argentina y desde las mayores entidades internacionales no pudo revertir ese manotazo político. Tres años más tarde, la situación cambió. Lo que ha sucedido en Radio del Plata generó una reacción no solo inmediata, sino también unánime.

Nadie se engaña: una empresa sin antecedentes periodísticos pero con dinero para comprar una radio de AM (negocio poco o nada rentable que cuesta millones de dólares) y rescindir un contrato asumiendo los costos, es sospechosa de ser un testaferro. ¿Testaferro de quien? Del Gobierno, claro.

¿Cómo es posible que Sergio Szpolski, que en los años 90 tenía un negocio de venta de galletitas junto a la vieja Radio del Plata de Santa Fe y Ayacucho, tenga un emporio mediático que ha crecido de modo exponencial desde 2003, y ahora desembarque como gerente comercial en esta Del Plata? ¿Cómo se hace para enarbolar un “relato” de izquierda con el concurso de los medios de Daniel Hadad?

Lo que el progresismo K no conseguirá explicar nunca es su apoyo a un gobierno al que elogia por haber potenciado el papel del Estado, pero que permite que bienes públicos concesionables solo por decisión estatal (las radios) sean vendidos y comprados como bienes raíces.

¿La venta de Radio del Plata a la empresa Electroingeniería fue previamente monitoreada y autorizada por el Comfer que lidera Gabriel Mariotto? ¿Es legal que una empresa se compre una AM sin que el organismo regulador pertinente intervenga, averigüe y resuelva si la operación es legítima? Las frecuencias de radio (AM 1030 incluida) son bienes públicos no enajenables, como las frecuencias de TV.

Ni a un solo legislador de la oposición se le ha ocurrido presentar denuncia o acudir ante el Comfer para preguntar. La Argentina de Menem y De la Rúa, según el relato K, era una fabrica de privatizaciones, pero el trapicheo de emisoras hoy se ha blanqueado en la Argentina, con la renuncia de todo intento oficial a jugar un papel. Las concesiones de radio y TV son responsabilidad del Estado y no se pueden transar impunemente sin que éste autorice las operaciones, como ente regulador. ¿Por qué el Comfer la emprendió el año pasado contra Radio Continental por el uso de una FM, y acata en silencio la estatización de Radio del Plata?

Es la misma filosofía del blanqueo de capitales no declarados que violaron normas fiscales y ahora son bienvenidos: lo único que interesa es quién juega para quién.

Así, la influencia y el control del Gobierno sobre los medios (obsesión excluyente y pasión lunática de la gestión K) crece sin limitaciones ni techos. El multimedio CEI de la era menemista parece hoy un juego de niños, comparado con el voraz núcleo de medios propios que el matrimonio presidencial ha ido armando, sin pausa y ahora con prisa.

Revistas, diarios, periódicos gratuitos, emisoras de radio, programas de cable: el armado exhibe a un gobierno mediáticamente omnívoro, convencido de que ocupar territorios en radio, cable, TV y gráfica es equivalente a dominar la agenda y neutralizar a unos adversarios que, para el Gobierno, son enemigos.

No fue, pues, un tema “contractual” el caso de Nelson, como tampoco lo fue hace dos años la liquidación de “Desayuno” del Canal 7, ni mi propia y dolorosa experiencia.

Aquel hecho de descarnada censura no fue aislado. Entre 2006 y 2008, tres emisoras líderes de AM quisieron contratarme para conducir mi programa, pero a los pocos días desistieron, admitiendo que el Gobierno les hizo saber su oposición.

Quedarse sin micrófono para un profesional del oficio no es un episodio menor. Intenté recuperar el aire a través de Radio Colonia, pero no resultó. Para una productora periodística independiente, los costos de los espacios son hoy asfixiantes y al cabo de un año tuvimos que desistir.

Me sigo expresando en muchos otros medios y dentro de pocas semanas reabro una ventana radial. Será a partir del sábado 7 de marzo a las 10 de la mañana, cuando comience un programa semanal por FM Identidad, 92.1 mHz. Es, precisamente, por un prurito de identidad que defiendo mis espacios y me manifiesto incondicionalmente solidario con quienes han sufrido el azote de la prepotencia oficial, sin menoscabarlos como meros “problemas contractuales”.

Deberíamos reflexionar sobre la poco conducente reacción que produjeron estos casos, una resignación tóxica que conduce directamente al fatalismo derrotista y a convalidar el miedo y la apatía que hoy se respiran en el aire de la vida cotidiana.

En el primer peronismo se hacía algo parecido pero equivalente a las condiciones de la época. Raúl Alejandro Apold, el policía mediático de Perón, ejecutaba con impunidad la censura y el amordazamiento. Desde la subsecretaría de información, y con el pleno control de los medios periodísticos, aquel gobierno pensó taponar a perpetuidad el libre flujo de la información y el debate, lo que logró hasta 1955.

Ése fue uno de los rasgos más rotundamente autoritarios y antidemocráticos de aquel régimen. ¿Es concebible que la Argentina vuelva a vivir esa asfixia, maquillada ahora de gobierno popular?

La paranoia oficial, el manejo groseramente discrecional de la pauta publicitaria y el torniquete a los medios privados para que eliminen a periodistas críticos, estimulan el más sombrío augurio.


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