COLUMNISTAS

Querellas mexicanas

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Escenas del capítulo anterior: a partir de Jorge Cuesta o la alegría del guerrero, de Alejandro Katz, encaré una apresurada y algo críptica digresión por Los Contemporáneos ayer, de Guillermo Sheridan, para terminar mencionando a Carlos Monsiváis, sin que quedara demasiado claro a cuenta de qué. Es el momento de aclararlo. Sobre todo porque estamos en presencia de uno de esos casos testigo, de esas escenas de la vida de la crítica literaria que me resulta estimulante presenciar y que podrían definirse como una querella político-literaria por la apropiación de una herencia o de una tradición. Quiero decir: no el caso en el que diversas escuelas o escritores se reclaman de un mismo autor, con interpretaciones divergentes sobre éste, sin que eso tenga mayores consecuencias para la política del campo literario al que pertenecen, es decir, cuando dos autores o dos grupos de autores se piensan, de manera opuesta, en la herencia de otro grupo o escritor sin que eso ataña nada más que a la propia obra del autor o grupo-heredero; sino cuando la disputa por la apropiación de un nombre u obra define estratégicamente el horizonte de discusión político-cultural del presente. Del resultado de este tipo de querellas depende buena parte del posicionamiento estructural de los intelectuales y escritores en un momento dado.

Tengo la impresión de que esto último ocurre en la solapada –pero evidente– diferencia entre Sheridan y Monsiváis en torno a Los Contemporáneos (“el grupo sin grupo” de poetas e intelectuales como Cuesta, Villaurrutia, Novo, Pellicer, surgido en México a finales años 20). Es ése un diferendo clave para poder pensar la vida literaria mexicana de las últimas décadas del siglo XX. En Los Contemporáneos ayer, ensayo de una precisión y sofisticación intelectual mayúscula, Sheridan (pero no sólo él: todos en Letras Libres) describe a los más interesantes del grupo, como Villaurrutia, como antecedentes de la “Generación de Taller”, la generación siguiente, encabezada por Octavio Paz (dato que nace del propio Paz en su Xavier Villaurrutia en persona y en obra). Por supuesto, es un Paz superador de los errores de la generación anterior (Sheridan señala que Paz cuestiona el temperamento “escéptico de Villaurrutia y sus compañeros”), un Paz que retoma lo mejor de Los Contemporáneos (erudición, cosmopolitismo) y desecha lo menos interesante para él (la falta de inclinación para volverse intelectuales “públicos”).     

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Del otro lado, Carlos Monsiváis lee a Los Contemporáneos (en especial a Novo, el poeta y cronista que despierta mayormente su atención) dándole un lugar secundario a Paz, no reconociéndolo como heredero (siendo que en 1966 Monsiváis, como consigna Sheridan, lo entrevista y transcribe esta definición de Paz: “En un sentido estrictamente intelectual casi todo lo que se está haciendo ahora en México les debe algo a Los Contemporáneos, a su rigor, a su afán de perfección”). Lejos ya de Paz y Sheridan, para Monsiváis, Cuesta y sus amigos en lugar de fundar una tradición formal y rigurosa, desfundan un tipo de escena mexicana excéntrica, cargada de ironía, heterodoxia literaria y diversidad sexual. Novo, en Monsiváis, entra en sistema con el pop, con la contracultura, con el melodrama, y, en una voltereta genial, con la izquierda radical. Dos caminos se abren aquí, así hasta hoy.