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planes y su futuro

Regalos envenenados

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Hace pocos días, en el tramo final de una charla en la que me refería al sentido del trabajo en nuestras vidas, una persona del público me preguntó qué opino de las “dádivas” (sic) que significan los planes sociales. Era, pensé, una pregunta envenenada. La palabra dádiva denotaba la opinión del interrogador y quizás éste esperaba una respuesta confirmatoria antes que la apertura de un diálogo. De origen latino, el término dádiva (dativa) refiere a todo tipo de regalo o donación gratuita y sin fines ulteriores. No le cabe a los planes sociales. En primer lugar porque no son regalos (o lo son envenenados) sino, en cierto modo, una obligación del Estado como parte de su deber de proteger a sus ciudadanos, en este caso del hambre y la indigencia. Esto desde el punto de vista teórico. Y en segundo lugar, porque, en la práctica y a la luz de los hechos, el Estado, gobierne quien gobierne demuestra otorgar esos planes a cambio de contraprestaciones. En algunos casos la devolución es electoral, en otros casos se los concede a cambio de unas semanas o unos días sin piquetes, protestas y movilizaciones. O sea que de dádiva, en sentido estricto, nada. Podemos hablar, en todo caso, de extorsión, manipulación o negociación velada o explícita.

En mi respuesta avancé en otra dirección. Cuando en un país se produce una situación crítica de excepción, tanto en el orden político, económico o el social, o cuando sobreviene una catástrofe natural o tecnológica, y grandes masas de la población se ven afectadas, los planes asistenciales son un recurso válido y necesario. Imaginemos la necesidad de reconstrucción tras una hecatombe económica, un terremoto, inundaciones o el final de una guerra. La ausencia del Estado en esos casos sería criminal e imperdonable. Y nadie debería oponerse a la ejecución de un programa de planes asistenciales. Pero también sería de esperar de un Estado que esos planes vayan acompañados de una visión de futuro, de la detallada descripción de los pasos y plazos que encaminarán hacia el cumplimiento de ese propósito y la tarea que se les asigna a los receptores de los planes. Una visión explicada y comunicada con claridad y traducida a hechos concretos (no embalsamada con discursos de ocasión escritos por especialistas en la construcción de relatos vacíos) puede incluso reclutar a quienes no necesitan de planes ni los reciben, pero sí necesitan, de una meta, de un para qué, que oriente y alimente la puesta en acción de sus energías y recursos.

Resulta preocupante, en cambio, y en el corto y mediano plazo brinda un pronóstico grave, el hecho de que los planes sociales se eternicen, se naturalicen y, por efectos de la desidia, la negligencia, el oportunismo y la manipulación de gobernantes, se conviertan para muchas personas en una suerte de fin a conseguir, de proyecto de vida. Cuando eso ocurre se atenta contra la dignidad de esas personas, se las reduce a un estado de anemia existencial. Esto, que comenzó a suceder hace más de una década, continúa hoy con otro discurso, otro relato, otra forma comunicacional y la misma irresponsabilidad. Jamás se dijo por cuánto tiempo se establecen los planes, dentro de qué proyecto, cuál es la visión que, en la medida en que se vaya transformando en realidad, permitirá dejarlos atrás. Y no parece haber un propósito de hacerlo, quizás porque no exista esa visión. A menos que se considere que términos tan vagos y aislados como “juntos”, “se puede”, “argentinos” o “brotes verdes”, son una visión. O que la palabra gestión es sinónimo de visión. Sería, en ambos casos, una visión miope.

En ese escenario, si se suspenden por un minuto las valoraciones peyorativas, es comprensible que muchas personas se nieguen a soltar el precario salvavidas de un plan social para aceptar un puesto de trabajo. Que prefieran un presente sin horizonte antes que un futuro borroso, confuso, no confiable. Todo se reduce al instinto de supervivencia.

*Periodista y escritor.