COLUMNISTAS

Revolución en la Piazza

Quintin150
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Hubo un tiempo en que el Ticino –único cantón suizo de habla italiana– era una región muy pobre. Cuentan que hasta la Segunda Guerra, las familias campesinas alquilaban a sus hijos pequeños, quienes morían enfermos y hambrientos trabajando de deshollinadores dentro de las chimeneas francesas. Estos horrores se atenuaron con los años, cuando los suizo-alemanes comenzaron a venir de vacaciones, los banqueros se establecieron en Lugano, los millonarios en Ascona, floreció la industria local del vino y el Ticino se convirtió en un reducto de prosperidad, ocio y vida saludable.


El Festival Internacional de Cine de Locarno –un balneario de 15 mil habitantes a orillas del Lago Maggiore– es un excelente símbolo del nivel de vida alcanzado en estos años por los suizo-italianos. El festival es uno de los más importantes del mundo y recibe cada agosto a un público entusiasta, dispuesto a disfrutar del verano y de las películas que se proyectan en colmados escenarios cuyo centro es la Piazza Grande, que acoge cada noche al aire libre a 8 mil espectadores frente a una pantalla de dimensiones descomunales.
La sensación de placer y de distensión aumenta si a uno le toca ser miembro de uno de los jurados y se hace acreedor así a una vida regalada cuyas obligaciones son nadar, comer, beber y conversar, más dos películas al día. La discusión sobre si la vida del festivalero VIP en Locarno es puro lujo o simplemente una incursión pasajera en la calidad de vida que todos nos merecemos es bizantina, aunque Sabeline, espléndida madrina del jurado y nativa del Ticino nos reta diciendo que lujo –lujo inútil y obsceno– es el que vio cuando le tocó trabajar en el festival de Abu Dhabi, con sus hoteles de siete estrellas y sus prestaciones faraónicas; lo de Locarno, sostiene, es democrático a pesar de que el programa doble de la plaza cueste unos 35 dólares. Lo mismo opina el presidente (del festival, porque nadie sabe si Suiza tiene un presidente), el Signor Solari, que sigue manifestando su orgullo porque Locarno –creado en 1946– fue siempre un festival libre mientras que su rival, Venecia, nació bajo el régimen de Mussolini.

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El defecto de Locarno en los últimos años era que su agradable discurrir se veía empañado por una programación orientada hacia lo mediocre y lo sórdido. Revertir esa tradición es el objetivo del francés Olivier Père, nuevo director artístico del festival. Es una tarea difícil, aunque por razones distintas de las que se suelen esgrimir. El problema no es que Cannes y Venecia se lleven las mejores películas ni que el cine esté lejos de su mejor momento. Lo que en verdad ocurre es que quienes crean la opinión cinematográfica (productores, distribuidores, críticos, programadores internacionales) están atrasados respecto del público, aun de un público tan poco calificado, en principio, como el de los turistas de Locarno.
En los últimos años, la ingente masa de dinero de las coproducciones ha hecho circular por los festivales una calesita de películas narcisistas e irrelevantes, preparadas para ser objeto de los dos deportes que más se practican entre los profesionales del cine: la caza del joven talento inflado y la simultánea descalificación de lo que no responda a parámetros rígidamente establecidos para satisfacer a los comités que deciden dónde va el dinero (en el Incaa o en la televisión búlgara, el fenómeno es mundial). Así, la idea de sentarse a ver una película con curiosidad y alegría choca contra un sistema destinado a crear frustración y aburrimiento serial. Como para exorcizar estos males, Père empezó su gestión con una gran retrospectiva de Ernst Lubitsch –santo patrono del placer– y la rodeó de películas que, al menos, no se propusieran traicionarlo. Lo que se dice un buen comienzo.