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Apuntes en viaje

Salvaje Oeste

No me gusta viajar. No es que les tenga miedo a los aviones, es que no me gusta viajar: irme de mi casa, desplazarme en tiempo y espacio, me desestabiliza.

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No me gusta viajar. No es que les tenga miedo a los aviones, es que no me gusta viajar: irme de mi casa, desplazarme en tiempo y espacio, me desestabiliza. | Marta Toledo

En unas horas salgo de viaje. Tipeo esta columna justo después de haber hecho la valija. Siempre me prometo llevar solo dos cosas, pero termino llevando más de la cuenta y así y todo, a pesar de haber consultado compulsivamente, todos los días desde hace varios días, el pronóstico extendido de mi lugar de destino, estoy segura de que va a faltarme abrigo. Los gatos me miran con sospecha desde temprano, desde que empecé a buscar ropa y planchar. Cuando saqué la valija del placard me miraron con desprecio y me dan la espalda desde entonces. La perra, en cambio, anda atrás mío. No sé si se da cuenta de que me voy, pero con todo el trajín no la saqué esta mañana.

No me gusta viajar. No es que les tenga miedo a los aviones, es que no me gusta viajar: irme de mi casa, desplazarme en tiempo y espacio, me desestabiliza. Por el contrario, me encanta quedarme en hoteles y probar comida lugareña… aunque viviendo en Buenos Aires, una ciudad donde se puede comer casi de todo de casi cualquier parte, creo que no sería necesario subir a un micro ni a un avión para hacerlo. Aunque no les temo a los aviones, en el último año me agarró un poco de ansiedad, sudor en las manos, taquicardia, náuseas a medida que se acercaba la hora de embarcar. Decidí que este viaje, que tengo comprometido desde hace meses, no iba a agarrarme desprevenida así que consulté a la homeópata. Estoy desde ayer tomando agua con globulitos. Diría que estoy tranquila, aunque en realidad es que estoy más concentrada en escribir esto que debo entregar hoy, que pensando que en un par de horas debo salir hacia Ezeiza.

De chica nunca viajamos con mi familia. No teníamos plata para irnos de vacaciones, así que nuestros viajes se limitaban a visitar a mi abuelo que vivía en el campo, a apenas 20 kilómetros de mi pueblo, o a mi tía que vivía en Colón, o sea, a 30 kilómetros. Eso y los viajes con la escuela: las excursiones anuales al Parque Nacional El Palmar, al Túnel Subfluvial y a Buenos Aires. Ahora que recuerdo, esos viajes también me desestabilizaban, me daban ganas de vomitar y tenía que ir todo el viaje con la cabeza afuera de la ventanilla, como los perros cuando andan en auto. En esa época las ventanillas de los micros podían abrirse y a los niños se nos permitía sacar las cabezas y los brazos. No me gustaban los viajes, pero sí me gustaba la perspectiva de viajar. Creo que era una de las razones por las que quería ser periodista. Suponía que los periodistas viajaban todo el tiempo.

Ahora no soy periodista (aunque esté escribiendo en este diario) y viajo todo el tiempo. Y la mayor parte de las veces lo paso mal.

Estoy yendo al Lejano Oeste Norteamericano. El sitio de las películas de la infancia, los cowboys, la música country, las botas texanas y las polleras con flecos, todo eso que me fascinaba cuando era chica. Siempre que voy a un lugar que no conozco, por vicio, pongo en el buscador: qué no se puede dejar de ver en tal lado… Siguiendo la rutina, lo hago ahora y me aparece una actividad bastante curiosa: la exhibición de la muerte por causas naturales, un museo de cuatro pisos con esta muestra permanente que permite explorar “el extraño y maravilloso mundo de la muerte por causa natural”. Y el Sculpture Park, que me recuerda ese hermoso relato de Sam Shepard que en uno de sus fragmentos dice: “Nos detuvimos en la pradera, en un lugar donde había un círculo de enormes dinosaurios de yeso blanco. No era un pueblo. Simplemente los dinosaurios iluminados desde el suelo por unos focos”.