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San Pablo

Luisa me dijo que el parque está lleno de arañas, pero no encuentro ni una. ¿Será por la lluvia? A dónde irán las arañas cuando llueve.

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Luisa me dijo que el parque está lleno de arañas, pero no encuentro ni una. | marta toledo

Llueve en San Pablo. Una llovizna amable que de a ratos se torna chubasco y obliga a buscar el alero de los edificios y de las tiendas que se levantan en la Avenida Paulista. Una carrerita de un refugio a otro, detenerse un rato, volver a salir porque la lluvia sigue. Aunque la gente en la calle anda con abrigos, tapados, bufandas, botas de caña alta, no hace realmente frío. No como hace en Buenos Aires un día normal de invierno. Serán apenas 15 o 14 grados. Pero se nota que la gente los aprovecha para lucir su atuendo invernal. ¿Cuándo si no? A veces pienso que ya tampoco en Buenos Aires hace frío de verdad. Si me acuerdo de la infancia en mi pueblo, los pies helados adentro de las zapatillas, las manos rojas de frío, los sabañones en las orejas, la piel de los nudillos rasgada, a veces con diminutas gotas de sangre, los gorros y los pulóveres de lana de oveja que tejía mi abuela y que cuando los tocaba el rocío de la mañana olían como el animal de donde provenían. La escarcha blanca resplandeciendo en los baldíos. El agua congelada en la batea de los perros. En las cunetas, los espejos de hielo que rompíamos a piedrazos camino a la escuela. Nunca volví a sentir ese frío.

Ahora estoy bastante lejos de todo eso, del frío y de la infancia. Aun del frío modernizado de Buenos Aires, con calefacción en todas partes, con camperas livianas hechas de tela inteligente.

Me gusta San Pablo, aunque solo estuve dos días hace unos años y voy a estar un día y pico esta vez. Para de llover y me meto en el parque Trianon, una selva en miniatura con vereditas que se meten entre árboles altísimos de tronco liso y brillante y terminan allá arriba en copas que se juntan, se mezclan, no dejan ver el cielo encapotado. Una Venus de mármol aparece entre la vegetación, desde donde la miro parece que la estoy espiando: espío un seno blanco que asoma impúdico debajo del muñón del brazo. En el recodo de otro sendero hay un macetón antiguo, el cemento comido por la humedad y el tiempo. En el corazón de esa pequeña Amazonas una maraña de cables pasa de una punta a la otra. Luisa me dijo que el parque está lleno de arañas, pero no encuentro ni una. ¿Será por la lluvia? A dónde irán las arañas cuando llueve. Fantaseo con que igual me observan desde sus cuevas, desde las guaridas que se armarán en los huecos de los árboles. Solamente de pensar que están ahí, como me dijo mi amiga, que están por más que no se dejen ver, siento que se me hiela el espinazo.

Cuando salgo y regreso a la avenida me llama la atención una casona medio derruida. Es una de la llamada Ruta de los Barones del Café. Según supe está así, más tapera que mansión, tomada por okupas, viniéndose abajo, por un tema de papeles, una sucesión que no puede hacerse, herederos que no pueden ni habitarla ni venderla. Otras dos o tres en las cuadras siguientes se convirtieron en bancos. Quizá sea más digno ser casa tomada que casa donde unos pocos acumulan su dinero mientras otros duermen en las calles.

A la noche iremos a comer a un restorán árabe. Hay una población árabe muy grande en Brasil, le dije al taxista que me lo confirmó. Lo que no le dije es que lo aprendí viendo El clon, la última telenovela que vi en mi vida, el primer año que me mudé a Buenos Aires. Vamos a comer con mis amigos argentinos que viven aquí hace un par de años. Al final de la noche vamos a tomar cachaça y voy a atarle a Luisa en la muñeca el pañuelo verde que le llevé desde aquí y vamos a brindar porque el presente es nuestro y feminista, en Buenos Aires y en San Pablo también.