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desaforados

Santos Valentines

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No sé quién fue San Valentín, ni qué hizo, ni tengo ganas ni tiempo de averiguarlo. Se me ocurre que San Valentín no es más que una mala excusa para vender algún producto, excusa tan mala como Halloween o tan sincrética como las ofertas de Arredo. Pero no quiero dejar pasar que el último 14 de febrero, para amenizar la fiesta, algún cerebro decidió lanzar un video institucional de la Policía Bonaerense en el que los agentes se enamoran entre ellos y se dan besos espontáneos, se enamoran de sus hijos, de su trabajo, también se enamoran de su escudito y le dan un beso y, por qué no, de sus perros, que también reciben húmedos ósculos.

El episodio de lenguas y charreteras no pasaría de ser una nota de estúpido color en muchos otros países pero resulta una broma macabra en éste, donde la policía es conocida por su brutalidad o sus redes de trabajo criminal en paralelo. Claro que la publicidad es pura forma y allí todo es cuestión de gustos. El “Me gusta/No me gusta” liquida gran cantidad de reflexiones. Lo que sí parece objetable es que la policía pueda pasar de ser un cuerpo armado a un producto que necesita algo de promoción extraordinaria. Y que esa promoción se pague  del erario. Supongo que los derechos All You Need Is Love de los Beatles deben haberles salido caros a los contribuyentes de la Provincia. Eso parece lo de menos, ya que podría decirse otra vez lo mismo: es una cuestión de gustos. Meses atrás, en el mismo corazón del imaginario policíaco, una publicidad similar con la música de Welcome To The Jungle buscaba otro efecto de venta: el de convencer a los jóvenes con vocación incierta de sumarse al grupo Halcón. En esta otra pieza publicitaria se había optado por usar sólo imágenes reales de archivo. Y en esas imágenes de policías en acción se ve casi siempre el mismo leitmotiv: equipos armados irrumpiendo en villas y barrios humildes que, como todo el mundo sabe, es donde se encuentra el crimen en estado puro y no en los grandes negociados ni en las formidables obras públicas que rompen por enésima vez las mismas calles para volverlas a hacer un poco peor, así queda algo de negocio para el futuro inmediato. Hay que estar muy botarate, muy redondamente al pedo en este mundo para abrazar la causa que ilustra esa publicidad de helicópteros y borceguíes editada a los ponchazos. Pero sí, efectivamente, es una cuestión de gustos. Y nuestra historia (la reciente y la no tanto) ha demostrado cuán común es el gusto por lo horrendo, lo nefasto y lo letal.

¿Cuál es el error de esta publicidad supuestamente destinada a borrar un historial negro a base de mimos azules y chupones? En primer lugar, su existencia: la actividad de la policía no se puede equiparar a un producto para el consumo. La promoción no es ni siquiera mínimamente informativa. Como tampoco lo es esa otra que promociona “la Ciudad” como un producto para terracear, enamorar, morfar, en otro desatino visual escandaloso que carece de toda explicación. ¿Qué tipo de publicidad estamos pagando entre todos? ¿De qué nos queremos convencer?

En segundo lugar, y bastante lejos del primero, la campaña es distorsiva: mostrar a la policía como gente que ama es bien estéril. ¿Cuál es el razonamiento silogístico que subyace allí? ¿Que si aman es que son buenas personas? Ojo que Hitler amaba a su perro y ya ven cómo le fue a la historia. Yo no espero que me digan que la policía tiene capacidad de amar, a lo sumo podría informarse a qué número llamar ante una emergencia o cómo defenderse de su prepotencia y su ignorancia o de qué manera estar atentos ante nuevas forma de crimen que el ingenio empresarial y la desesperación truhán afinan día a día.

En tercer lugar, hay algo sospechosamente predictivo, aterrador: el ajuste necesita de mano de obra dura en las calles, de trolls voluntarios en el sistema educativo, de negacionismo disfrazado de verdad, de pseudodiputados que no hagan nada. Entonces sí, allí sí, lo único que queda es publicidad no inocente.
El tiempo se reirá de estas pancartitas como de los discursos desaforados del payaso de  Videla o las tapas de Clarín durante la Guerra de Malvinas. Pero ya será tal vez muy tarde para tomárselas a risa.