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Ser gorila

Ecumenismo sabio o voracidad implacable? Toda la semana se consumió en el obsesivo análisis del anuncio desde Olivos, el reingreso de Lavagna al Gobierno. Más que nunca, importan las precisiones. Crudas. Desnudas. Sin vueltas.

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Ecumenismo sabio o voracidad implacable?
Toda la semana se consumió en el obsesivo análisis del anuncio desde Olivos, el reingreso de Lavagna al Gobierno. Más que nunca, importan las precisiones. Crudas. Desnudas. Sin vueltas.
El triunfo kirchnerista en las elecciones de 2005 determinó el despido de Lavagna. Kirchner creyó que ya no lo necesitaba. Desde comienzos de 2006, Lavagna fue verbalizando muchas críticas que, en privado, hacía antes de ser despedido y reemplazado por Felisa Miceli. Sus dardos: costo de vida dibujado, capitalismo de amigos, alianza de Kirchner con Chávez, intolerancia oficialista con el periodismo no succionado por la Casa Rosada, reestatización de empresas. Eso lo convirtió en un referente para Alfonsín y los radicales.
Alfonsín padece desde hace muchos años una debilidad estructural: lo aterroriza que lo tachen de “gorila”. Por eso, ha sido magnánimo y de una amplitud llamativa para acercar a peronistas que lo protejan de esa crítica. En su gobierno nombró asesor a Angel Robledo y ministro a Carlos Alderete. Al propio Lavagna lo tuvo como secretario de Industria y Comercio Exterior de 1985 a 1987. Carlos Campolongo estuvo al frente del noticiero de ATC. Mantuvo relaciones cordiales con Cafiero y Manzano, en lo que lo ayudó otro gorilafóbico, Chacho Jaroslavksy.
La pasión de Alfonsín por evitar que su prédica y cultura política fuese manchada por el uso del estigma “gorila” hizo que fuera prominente abogado de Chacho Alvarez, un post peronista que llegó en el ’89 al Congreso en las listas de Menem.
Cuando se armó la Alianza, Alfonsín endosó al resbaladizo Alvarez más de lo que la prudencia aconsejaba. Era previsible: Alvarez huyó a los pocos meses, dejando al gobierno y a sus propios camaradas en la estacada. De abogado decisivo en el retorno de Cavallo al poder, con De la Rúa, pasó a contratado por Kirchner, semirradicado en Montevideo, taciturno funcionario del Mercosur, sueldo en dólares y tareas inexistentes.
Razones tenía Alfonsín para oponerse al retorno de Cavallo. No las tenía, en cambio, en confiar que el rancio pejotismo granbonaerense era confiable camarada de ruta. Personajes como Ruckauf y los intendentes hasta entonces disciplinados bajo Duhalde, querían voltear a De la Rúa, pero por razones con las que Alfonsín no debería haber aparecido ni remotamente cercano.
Todo lo que Lavagna empezó a decir desde fines de 2005 en relación con los métodos y marco ideológico del kirchnerismo le fueron como anillo al dedo al radicalismo: hegemonismo, falta de diálogo, oportunismo en la llamada política de derechos humanos.
Alfonsín y muchos radicales quisieron volver a creer, pese a que Lavagna no se privó de algunos gestos estudiadamente despectivos para marcar su territorio. Cuando su candidatura presidencial quedó plasmada, la “dote” que trajo Lavagna a la boda fue paupérrima. Los radicales deberían haberse dado cuenta en ese momento, pero su penuria les impidió ser más rigurosos.
Los acosaba el 2 por ciento en las elecciones de 2003. Ya sabían que la Casa Rosada les venía picoteando el corral desde antes, desembolsando gruesamente para fichar gobernadores e intendentes asfixiados, gente de cascos ligeros a la hora de los bifes. Un caso emblemático, Gustavo Posse, el jefe de San Isidro, acaba de postularse para el papel de Barrionuevo con Menem. Dice que Kirchner es Schumacher y Cristina es Ecclestone. ¿Era necesario?
El equipo de Lavagna era pequeño y pobre. Salvo la destreza de González Fraga y la coherencia de Sarghini, no era para descorchar champán. En el grupo militan Camaño, quintaesencia pejotista de ultramuros, y el ex diplomático Posse, que abreva en un pensamiento tradicionalista, disgustado con los tiempos contemporáneos.
El 17% de la coalición de Lavagna con la UCR fue resultado, esencialmente, del voto radical. En la provincia de Buenos Aires, Lavagna sacó el 13,5% para presidente, pero en diputados sacó la mitad que los radicales. Con la UCR fue primero en Córdoba (35%) y segundo en Jujuy, la provincia de Gerardo Morales, candidato a vicepresidente y titular de la UCR, que aportó robustos resultados (26%) desde su liderazgo.
Fío y astuto, Lavagna supo enseguida que, si quería seguir haciendo política, se ponía la causa al hombro o volvía al redil. Volvió: lo esperaba el arca de Noé kirchnerista, embarcación siempre lista para subir a bordo a un ejemplar de cada especie.
El arca de Noé de Kirchner tiene una sola religión: vencer. La noción de victoria y de conducción es estructuralmente congénita en el justicialismo. Pero en 40 años se han producido cambios paradójicos. En lugar de aligerarse, la prosapia integrista del peronismo se ha ido espesando.
En 1958 Perón pactó con Frondizi. En 1966 con el Ejército. A partir de 1970, en La Hora del Pueblo, los peronistas dialogaban y acordaban con Balbín, Alende y partidos menores, sin gritos, imposiciones ni aprietes. En 1973 llevaron como vicepresidente al conservador Solano Lima y como presidente del Senado al democristiano Allende.
Eso hoy no ocurre. Hoy, el peronismo de Kirchner recoge, potencia y sobredimensiona todos los peronismos, desde Menem hasta Duhalde. ¿Una foto de Duhalde con Kirchner en Olivos? ¿Por qué no? Nada es imprevisible. En política, sobre todo en la antropofágica Argentina, la ingenuidad es un pecado capital. Triste, pero verdadero.
Pero la foto de Olivos, habla menos de Kirchner que de los radicales, un partido democrático grande cuya supervivencia, ahora mismo, juega sus cartas finales.
Una larga serie de “errores” dejan de ser sólo eso. Se convierten en enfermedad. Los radicales deben resignificar su razón de ser, sin complejos: no hay en la Argentina ninguna posibilidad de consumar acuerdos con un peronismo en el poder, con 50.000 millones de dólares en el Banco Central y un apetito de permanencia en el poder que, por comparación, lo deja a Juan Perón como un político sueco. La realidad es lo único irrebatible. Para Kirchner, en los hechos, lo que importa es crear, de hecho, un partido dominante, sumando todo.
En uno de los pocos reportajes que dio esta semana, Alfonsín deslizó que no tiene muchos años de vida por delante. Si así fuera, algo que visceralmente duele porque es un padre fundador, sería maravilloso que la Argentina pudiera rescatar, antes, el espacio y la palabra de un viejo gran hombre, pero voluntariamente apartado de las ignominias del trapicheo.
Ese hombre debe presidir el próximo 30 de octubre las fiestas nacionales por los 25 años de democracia.
Sólo queremos bien a nuestros hijos cuando hemos sabido prepararlos para la vida. Los radicales, ya sin Alfonsín en la política pequeña, deben reinventarse, con frescura, audacia, coherencia y honradez. Sin tabúes.