COLUMNISTAS
Auschwitz

Ser sobreviviente

Una de las equivocaciones más comunes –y no sólo a propósito del campo– es la tácita confusión de categorías éticas y categorías jurídicas (o, peor, de categorías jurídicas y categorías teológicas: la nueva teodicea).

Imagen Default de Perfil
Portal Perfil.com | Perfil.com

Una de las equivocaciones más comunes –y no sólo a propósito del campo– es la tácita confusión de categorías éticas y categorías jurídicas (o, peor, de categorías jurídicas y categorías teológicas: la nueva teodicea). Casi todas las categorías de las que nos servimos en materia de moral o religión están en alguna medida contaminadas con el derecho: culpa, responsabilidad, inocencia, juicio, absolución... Por ello, se hace difícil utilizarlas sin tomar los recaudos apropiados. Sucede que, como los juristas lo saben perfectamente, el derecho no tiende en última instancia a la comprobación de la justicia. Y tampoco a la de la verdad. El derecho sólo tiende al juicio, independientemente de la verdad o de la justicia. Lo que queda probado, más allá de toda duda, por la fuerza de la cosa juzgada que compete incluso a una sentencia injusta. La producción de la res judicata [cosa juzgada], con la que la sentencia sustituye lo verdadero y lo justo, vale como verdadera incluso a pesar de su falsedad y su injusticia. Este es el fin último del derecho. En esta criatura híbrida, de la que no es posible decir si es hecho o norma, el derecho encuentra paz. Ir más allá no le resulta posible. (...)

Una de las consecuencias que es posible extraer (...) es que la pena no es una consecuencia del juicio, sino que él mismo es la pena (nullum judicium sine pœna [no hay ningún juicio sin castigo]). “Se podría decir, incluso, que toda la pena está en el juicio, que la acción penal –la cárcel, el verdugo– interesan solamente en cuanto son, por así decir, prosecución del juicio (piénsese en el término ajusticiar)” (Salvatore Satta). Pero esto también significa que “la sentencia de absolución es la confesión de un error judicial”, que “todos son íntimamente inocentes”, pero que el único auténtico inocente “no es el que es absuelto, sino el que pasa por la vida sin juicio” (ibíd.).

Si esto es verdad –y el sobreviviente sabe que lo es–, entonces es posible que precisamente los procesos (los doce procesos celebrados en Nuremberg, más los otros que se desarrollaron dentro y fuera de los confines de Alemania, hasta el de 1961 en Jerusalén, que concluyó con el ahorcamiento de Eichmann y dio impulso para la nueva serie de procesos en la República Federal) sean responsables de la confusión intelectual que ha impedido, por décadas, pensar Auschwitz. A pesar de que estos procesos hayan sido necesarios y de su patente insuficiencia (involucraron, finalmente, a pocos centenares de personas), ellos contribuyeron a difundir la idea de que el problema había sido superado. Las sentencias se convirtieron en cosa juzgada, pruebas de la culpabilidad definitivamente adquirida. Exceptuando algunas mentes brillantes, a menudo aisladas, fue necesario casi medio siglo para entender que el derecho no agotó el problema; sino que, más bien, el problema era de tal magnitud que ponía en cuestión al propio derecho, que lo arrastraba a su propia ruina.

Hay también víctimas ilustres de la confusión entre derecho y moral, y entre teología y derecho. Uno de ellos es Hans Jonas, el filósofo alumno de Heidegger, especializado en problemas éticos. En 1984, en ocasión de la asignación del premio Lucas, se ocupó de Auschwitz. Y lo hizo estableciendo una nueva teodicea: preguntándose cómo fue posible que Dios haya tolerado Auschwitz. La teodicea es un proceso que no quiere establecer las responsabilidades de los hombres, sino de Dios. Como todas las teodiceas, también ésta acaba con una absolución. La motivación de la sentencia suena más o menos así: “El infinito (Dios) se ha despojado completamente de su omnipotencia en lo finito. Creando el mundo, Dios, para decirlo de algún modo, le ha confiado su propia suerte, se ha vuelto impotente. Y luego de haberse dado completamente en el mundo, no tiene más nada para ofrecernos; ahora, le toca dar al hombre. El hombre puede hacerlo velando para que no ocurra, o no ocurra demasiado a menudo, que, a causa del hombre, Dios tenga que lamentarse de haber dejado ser el mundo”.

El vicio conciliatorio de toda teodicea aquí es particularmente evidente. No solamente no nos dice nada de Auschwitz, ni sobre las víctimas ni sobre los verdugos, sino que tampoco logra evitar el final feliz. Detrás de la impotencia de Dios, asoma la de los hombres, que repiten su plus jamais ça! [¡nunca más eso!] cuando está claro que ça [eso] está por todas partes.

También el concepto de responsabilidad está irremediablemente contaminado por el derecho. Cualquiera que haya intentado servirse de él fuera del ámbito jurídico lo sabe. A pesar de ello, la ética, la política y la religión sólo han podido definirse quitándole terreno a la responsabilidad jurídica; aunque no para asumir una responsabilidad de otro género, sino articulando zonas de no-responsabilidad. Lo que no significa, naturalmente, impunidad. Significa más bien –al menos para la ética– toparse con una responsabilidad infinitamente más grande, que jamás podríamos asumir. Podemos, a lo sumo, serle fieles, es decir, reivindicar su inasumibilidad.

El descubrimiento inaudito que Primo Levi ha hecho en Auschwitz concierne a una materia refractaria a toda aserción de responsabilidad; él ha logrado aislar algo así como un nuevo elemento ético. Levi lo llama la “zona gris”, aquella en la que se deshace la “larga cadena de conjunción entre víctima y verdugos”, donde el oprimido se vuelve opresor y, a su vez, el verdugo aparece como víctima. Una gris, incesante alquimia en la que el bien y el mal y, con ellos, todos los metales de la ética tradicional alcanzan su punto de fusión.

Se trata, pues, de una zona de irresponsabilidad e impotentia judicandi [impotencia de juzgar] (Primo Levi), que no se sitúa más allá del bien y del mal, sino que está, por así decir, más acá de ellos. Con un gesto simétricamente opuesto al de Nietzsche, Levi ha desplazado la ética más acá de donde nos acostumbraron a pensarla. Y sin que logremos decir por qué, sentimos que este más acá es más importante que cualquier más allá, que el subhombre debe interesarnos mucho más que el superhombre.


*Autor del libro Lo que resta de Auschwitz, editorial Adriana Hidalgo Editora. (Fragmento).