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Sin libertad de expresión no hay democracia

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El terrible atentado terrorista contra los editores de Charlie Hebdo es una oportunidad para reflexionar acerca del valor de la libertad de expresión en una sociedad democrática: ¿por qué pensamos que, por más ofensivas que pudieran ser las caricaturas de Charlie Hebdo, el Estado francés no debía ni debe prohibir su difusión?
La libertad de expresión es valiosa porque no hay democracia sin libertad de expresión. La democracia es mucho más que la regla de la mayoría o que la celebración de elecciones periódicas. Así, por ejemplo, por más que, ocasionalmente, en Corea del Norte se celebren elecciones, o que el dictador sea elegido por unanimidad, su gobierno no es democrático porque, entre otras cosas, censura y persigue a los disidentes políticos y los castiga con pena de reclusión. La democracia incluye un compromiso con la igualdad política de las personas. En una sociedad democrática, nuestro compromiso con respetar la dignidad de todas las personas requiere que todos tengamos la posibilidad de expresar públicamente nuestras ideas, posiciones políticas y visiones del mundo, por más que otros las rechacen o las consideren moralmente repugnantes. Si el gobierno argentino o el francés tuvieran autorización para evitar que una persona pueda expresar públicamente sus convicciones, no serían gobiernos democráticos.  

Según esta visión, en la democracia, dado nuestro compromiso con la igualdad política de las personas, es inaceptable que el Estado distinga entre las ideas valiosas y las disvaliosas, entre las correctas e incorrectas, y que permita o prohíba su difusión en base al gusto o el criterio moral o político de la mayoría, del gobernante o del juez de turno. Son las personas las que deben evaluar el valor de las expresiones vertidas públicamente. Por ello, el Estado no puede comprometerse con ideologías políticas o sentimientos religiosos y convertirlos en los oficiales. Es, también, inadmisible que el Estado castigue la difusión de expresiones no compartidas por la mayoría. Así, en una sociedad democrática, por ejemplo, por más ofensivo que sea, deberíamos permitir que las personas manifiesten su desacuerdo con las políticas gubernamentales quemando la bandera nacional, un símbolo sin duda valioso para muchas personas – deberíamos reformar, entonces, el artículo 222 de nuestro Código Penal, que reprime con prisión a quien ultrajare emblemas nacionales–. Es más, en la democracia, el Estado no debe criminalizar a las personas que reivindiquen el discurso del odio, racista o sexista; debemos, en todo caso, confrontar sus ideas y condenarlas públicamente con argumentos y con el mayor énfasis posible. También, en una sociedad democrática, tal como lo ha establecido la Corte Interamericana de Derechos Humanos, debemos aceptar que se exhiba una película como La última tentación de Cristo o, en Argentina, una muestra artística de León Ferrari, que pueden herir los sentimientos religiosos más profundos: en la democracia, no hay un derecho a no ser ofendido por expresiones críticas, irritantes o provocadoras, aunque sí hay un derecho a reprobar públicamente esas expresiones y a sus autores si nos ofendieran.

Finalmente, la libertad de expresión también comprende la libertad de buscar, difundir y recibir informaciones de todo tipo: conocer expresiones diversas, aunque nos resulten detestables o sean incorrectas como podría ocurrir con el mensaje de las caricaturas de Charlie Hebdo, mejora la calidad de la discusión abierta de ideas y democrática en nuestra sociedad. En su ausencia de este debate, quedaríamos a merced de la arbitrariedad y de la opresión, un precio que no debemos estar dispuestos a pagar.

*Decano ejecutivo de la Escuela de Derecho de la Universidad Torcuato Di Tella.