COLUMNISTAS
MANU, ENTRE LOS GRANDES // PARTE 2

Sin lógica ni explicación

Desconozco si hay estadísticas fehacientes al respecto; mientras tanto, confío en mi percepción de que el fútbol, en sus distintos niveles, debe ser el deporte más practicado del planeta. Ese, el de ser el ser humano que mejor jugó jamás al deporte más popular de la Tierra, es uno de los méritos que le dan a Diego Maradona su lugar como el mejor deportista argentino de la historia.

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Desconozco si hay estadísticas fehacientes al respecto; mientras tanto, confío en mi percepción de que el fútbol, en sus distintos niveles, debe ser el deporte más practicado del planeta. Ese, el de ser el ser humano que mejor jugó jamás al deporte más popular de la Tierra, es uno de los méritos que le dan a Diego Maradona su lugar como el mejor deportista argentino de la historia. Además de haber sido campeón de casi todo lo que disputó, además de haber trascendido, desde el fútbol, más allá de los demás argentinos notorios, además de habernos regalado las alegrías que, en sus respectivas funciones, ningún funcionario fue capaz de conseguir. Fue un talento natural que no se quedó en eso: además fue el más competitivo y eso lo pone un paso por encima de varios otros genios de la pelota. Lejos de verse beneficiado por los estimulantes, la droga fue un escollo que liquidó la carrera de miles pero no con la suya. Como el tobillo que le rompió Goicoechea o la hepatitis que lo paró en Barcelona. Entre cientos de millones, Diego fue el mejor en lo suyo. Y claramente es mi número uno.
Sin embargo, no es a Diego a quien remite esta columna. Por cierto, en sí mismo tiene cierta lógica que un argentino juegue a la pelota mejor que ninguno. Donde no veo lógica es en tener un basquetbolista que haya ganado el título olímpico, haya sido subcampeón mundial y vaya camino a su cuarto anillo de la NBA siendo, además, poco menos que el jugador más influyente del mejor equipo del planeta. Emanuel Ginóbili es un fenómeno que no tiene explicación. En realidad, tampoco la tienen el suceso del tenis, el crecimiento del rugby, la fenomenal vigencia de las Leonas o las maravillosas noticias que el deporte argentino nos da semana tras semana desde hace décadas (sólo de mal acostumbrados o de abonados a las tapas del fútbol no nos damos cuenta de la maravilla); todo esto constituye claramente un milagro genético.
No existe ni la menor razón estructural que justifique tener deporte de país de primer mundo en un país rico del tercero, con dirigencia mayoritariamente de país de cuarta. Jamás tuvimos políticas deportivas ni presupuestos acordes con tanto talento –tampoco lo hay, proporcionalmente, para la educación, la salud o el cuidado de los pibes y los abuelos, rubros demasiado más importantes que el deporte–, y hoy mismo usted puede encontrar crónicas en las que los deportistas olímpicos no tienen cómo prepararse según lo pautado y quedan en el medio de un falso debate en el que, o las partidas presupuestarias no salen a tiempo, o los dirigentes de las federaciones ocultan burdamente que no pueden recibirlas por violar normas vigentes tales como no denunciar y tratar casos de doping o no rendir debida cuenta del uso del dinero correspondiente a partidas anteriores.
En este contexto, y así como no hay motivo para que Luciana Aymar, además de argentina, haya sido elegida nuevamente como la mejor jugadora de hockey del mundo, tampoco lo encuentro para que Manu sea uno de los mejores basquetbolistas del planeta.
No voy a ser tan burro como para ignorar el arraigo de este deporte en nuestro país. Es más, aun cuando entrados los años 80 empezó la decadencia del auge del básquet porteño –en los 60 se llenaba el Luna con la final del torneo de la Federación Metropolitana–, en muchos lugares del Interior éste siguió siendo uno de los dos o tres deportes más populares. Sin embargo, así como se ganó el Mundial de 1950 –competencia incomparable respecto de las disputadas por nuestro seleccionado en los últimos seis años–, la Argentina pasó de ser la que luchaba en Sudamérica con Brasil –generalmente, perdía– o la que lamentaba el boicot a los Juegos Olímpicos de Moscú en 1980 para los que se había clasificado inesperadamente, a ser un número puesto entre los cuatro mejores equipos del torneo que le toque jugar.
Pasamos de la leyenda del “no” de Oscar Furlong a jugar en la incipiente NBA o de la triste fábula del Gigante González, a poder armar una formación inicial con suplentes y todo entre los fenómenos argentinos que invaden el mejor básquet del planeta.
Ginóbili es estrella en la elite de la elite del deporte profesional. Allí donde más dinero se paga, allí donde los presupuestos anuales en contratos, publicidad, infraestructura o derechos de televisión son comparables con los de más de una nación del planeta, el bahiense es una figura de excepción. Es la historia de la superación pura. Del talento que empezó en la entrañable Liga Nacional, creció en Europa y se instaló en San Antonio para influir sustancialmente en convertirlo en el más campeón de los últimos campeones del deporte más exigente del planeta.
Jamás dejaría de sacarme el sombrero por Porta o por De Vicenzo. Por Fangio o por Vilas, el gran ídolo de los que mamamos el deporte de los 70. Es más, por respeto a tanta genialidad, a tanta pasión, a tanto amor por el deporte, propondría evitar cualquier tipo de ranking que implique justipreciar tanta maravilla. Pero puestos a bailar, si alguien me convenciera de que el fútbol no es un deporte, o que Diego Armando Maradona fue músico o pintor, no dudo en decirles que Manu Ginóbili es el más grande deportista que dio esta tierra.