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LEGADO

Sinceramiento

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Vistió sus mejores ropas, engalanado con el uniforme de las grandes ocasiones. El general Alejandro Agustín Lanusse entregó los atributos del poder, la banda y el bastón, al nuevo presidente civil salido de las urnas, Héctor Cámpora. Tras los 18 años de la proscripción del peronismo y  la odiosa costumbre de militares en la Presidencia, el general traspasó el mando con los rituales democráticos. Corría el 25 de Mayo de 1973. Lanusse se negó a huir por los fondos, en helicóptero. Salió abucheado. Los militares insultados, humillados, bajo el grito “Se van, se van. Nunca volverán”.

Sin embargo, la violencia revolucionaria hizo regresar a los militares de la forma más trágica y bochornosa que le llevó al mismo Lanusse a preguntar en el Juicio a las Juntas: “¿Qué ejercito es éste que los oficiales salen encapuchados al frente de los subordinados, y sus mujeres toman el té en la vajilla de sus secuestrados?” Violencia y golpes de Estado. La historia repetida como venganza. Los violentos años setenta en los que hicimos de la transgresión un valor. Una tradición política, dominada por el peronismo y la izquierda que antepuso la revolución a la democracia. En nombre del socialismo se aceptaba la violencia como sustituto de la política. Antes de que la vida y la historia nos demostraran el fracaso de la idea de que “el fin justifica los medios” que desembocó en las mayores tragedias del siglo pasado, llámense nazismo, estalinismo o terrorismo de Estado.

Cristina Kirchner pertenece a esa tradición, la que descree de la democracia, desprecia el liberalismo que la sustenta y hace de la perpetuación del poder un fin en sí mismo. El irresponsable legado que Cristina Kirchner trasmitió a sus acólitos, bautizados con el mismo nombre de aquel fugaz presidente al que desde el inicio se condicionó “Cámpora al gobierno, Perón al poder”. Jóvenes nacidos y educados en democracia, un privilegio negado a muchísimas generaciones. Sin embargo, por idealizar y falsificar los años setenta se les distorsionó la idea que vincula a la democracia con los valores universales , consagrados por la Declaración de los Derechos del Hombre, corazón jurídico y filosófico de nuestra Constitución.

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Esa tradición antidemocrática impregnó el gobierno de Cristina Kirchner, quien canceló la mediación política, utilizó el engaño propagandístico y se hizo poderosa a expensas de domesticar a los otros poderes.

¿Por qué sorprenderse ahora del gesto del final, menos una obstinación de mujer caprichosa que la expresión sincera de una concepción de poder personalista, autoritario, que se manifestó desde el inicio de su gobierno, cuya regla fue precisamente violar las reglas y el principio democrático que impide que una sola persona se autoproclame jefe de sí mismo y heredero del poder. Como de gestos se trata, nos habituamos a la desacralización de los rituales democráticos, como el juramento que por su repetición solemne garantiza la perpetuidad democrática. Un rito oral y gestual con el que se renueva la confianza en la representación parlamentaria, establecido en la Constitución, invocando a Dios como castigo de incumplimiento. Sin embargo, toda vez que los diputados y senadores del kirchnerismo, al jurar, manifestaron lealtad personal o partidarias, transgredieron ese pacto verbal de la democracia. Lo mismo cuando los gritos de las barras oficialistas, desde las galerías, violaron el majestuoso recinto de la Cámara de Diputados al equipararlo con un estadio deportivo.

La liturgia constitucional fue alterada, también, cuando la hija de la Presidenta le puso la banda y le entregó el bastón como si fueran atributos familiares. De modo que no estamos ante una anécdota menor sino la más brutal muestra de sinceramiento del desprecio a la democracia. Este 10 de diciembre no se cambió un gobierno por otro, sino que terminó un régimen. Es de esperar que los gobernantes venideros restauren los rituales de la democracia, indispensables para una nueva tradición de respeto a la ley.

(*) Ex senadora nacional por el Frente Cívico por Córdoba.