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Opinión

Sobre el cine honesto

Para que no lo despidan, el protagonista debe resolver un conflicto entre los jugadores y los dueños de los equipos de la NBA.

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Un ejercicio divertido es ver dos películas y compararlas. Es que las comparaciones no son odiosas sino inevitables. Me acaba de ocurrir después de ver en Netflix High Flying Bird y Lazzaro Felice. Tras pasar silenciosamente por el festival de Slamdance (la trastienda de Sundance), la primera fue directamente al formato doméstico. La dirigió, fotografió y editó Steven Soderbergh, de quien escuchamos hablar por primera vez en 1989 gracias a Sexo, mentiras y video, un título inolvidable y una película que olvidé. Desde entonces, Soderbergh hizo de todo: cine y televisión, películas y series, buenas y malas, chicas y grandes. High Flying Bird tiene un presupuesto minúsculo y pertenece al género “managers de deportistas”, pero también al de “intrigas corporativas” y al de “luchas comunitarias”.

Para que no lo despidan, el protagonista debe resolver un conflicto entre los jugadores y los dueños de los equipos que no deja comenzar el torneo de la NBA. La película tiene una característica curiosa: no hay una sola escena de básquetbol profesional (ni siquiera cameos de los jugadores), lo que por un lado es coherente con el paro y, por otro, con la clave de la trama. High Flying Bird es una película de la que se hablará poco, pero es de una coherencia notable entre su punto de vista y el de los personajes principales: desde el blanquísimo líder de los dirigentes a la durísima representante de los jugadores, que es negra y lesbiana, desde la ambiciosa secretaria del protagonista al líder de los atletas negros del Bronx, todos juegan el “juego dentro del juego” con absoluto dominio de las reglas. Incluso los novatos que sirven a los manejos de los demás van camino de aprender, por un lado, cómo funciona el capitalismo en esos niveles y, por el otro, cuáles son los pequeños resquicios que la máquina le deja a lo humano y al deporte mismo. Nada muy diferente de lo que ocurre en el cine y de la propia gestión de una película como esta. La coherencia entre su producción, su tema y su punto de vista la hace una película honesta.

En cambio, Lazzaro Felice me pareció deshonesta por esa misma razón. Producida por cuanta agencia hay en el mundo del cine europeo y festivalero, ganadora de un premio en Cannes, amada consensualmente por la crítica mundial, es la historia de un tonto-santo que duerme entre los dos momentos del guión.

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En el primero, un grupo de campesinos es explotado por una marquesa que les hace creer que siguen en la época de la servidumbre por nacimiento. Años más tarde, cuando Lazzaro despierta, los campesinos viven en el margen de la ciudad y son las víctimas del neoliberalismo, un enemigo peor que la marquesa. Cargada de referencias religiosas, de analogías políticas y de escenas que ratifican la bondad angelical del protagonista, Lazzaro Felice tiene también sus toques de realismo mágico y un final cruel (¡en un banco!) que le sirve para condenar a la pequeña burguesía (una dudosa tradición del cine italiano). La joven directora Alice Rohrwacher mira a sus pobres con la condescendencia de quien los festeja o los desprecia según las necesidades del guión. Hace planear sobre ellos su competencia cultural y una interpretación del mundo que sirve mucho menos para enfrentar al sistema que para hacer películas de arte.