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Sobre fútbol, gastronomía y política

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Esta reflexión se dispara a partir de la respuesta de mi amigo inglés, profesor universitario, a quien le pregunto cómo van las cosas en Inglaterra. Yo estoy pensando en el gobierno de Cameron, la coalición con los liberales y la situación de Europa, pero él me responde: “Como puede estar un país donde para ser famoso hay que ser futbolista o cocinero”. La respuesta me hace pensar en la Argentina. Lo de los futbolistas, en Inglaterra hoy, es un juicio demasiado general, porque ni allí, ni en Francia, ni en Italia, ni en Brasil, por cierto, los futbolistas gozan de alta estima por el momento. Sólo en la Argentina, después de lo que pasó en Sudáfrica, Maradona, Grondona y el fútbol siguen siendo un tema dominante en los registros de cobertura mediática.


En general, efectivamente en Inglaterra se habla mucho de fútbol. Pero lo interesante de la respuesta de mi historiador de Oxford es la parte que toca a los cocineros. Me doy cuenta de que en la Argentina también hablamos muchísimo de comida, de restaurantes y de cocineros; pero no se nos ocurre conectarlo con lo público. En Inglaterra la gastronomía ya impactó en la política pública, en parte bajo la influencia de Jamie Oliver, gastrónomo y futbolista, quien logró éxito con su campaña para reformar los menús de las escuelas estatales y barrer de ellas la comida chatarra. En la Argentina, nada de eso ha ocurrido; pero los hábitos gastronómicos han cambiado; hoy se come de todo, como en todas partes, y también los chefs están de moda y –sobre todo– la gente habla de lo que come.

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Muchísima gente piensa que el fútbol está conectado con la política. Se piensa profusamente que los resultados del fútbol constituyen un recurso que los gobernantes pueden utilizar en su favor. Mi opinión es que nunca ningún resultado deportivo influyó en la política, ni en el pasado ni ahora, ni en la Argentina ni en ninguna parte. No lo ayuda en nada a Rodríguez Zapatero el primer Mundial ganado por España, ni le hace mella en lo más mínimo al sorprendente Cameron el papelón inglés; parece que en Corea del Norte torturan y humillan a los jugadores por su desempeño en Sudáfrica, pero eso posiblemente se deba a la paranoia de Kim Jong, no a un principio de la política. En la Argentina hablamos de fútbol todos los días y eventualmente hablamos de política, y algunos de nosotros se nos ocurre que ambos planos están conectados.


Ahora, con respecto a la gastronomía, no suele pensarse que tenga algo que ver con estas cosas. Pero sin duda es un plano importante de la vida de muchísima gente –especialmente de quienes pueden pagar la cuenta de los restaurantes, la clase media afluente–. En todas partes los medios de prensa dedican varias páginas semanales a comentar restaurantes, presentar recetas y ocuparse de los chefs. En Inglaterra observo que hay, además, una corriente analítica, una especialidad del comentarismo periodístico y de la literatura destinada al público informado, que produce abundante material en la prensa cotidiana analizando los más diversos aspectos de la gastronomía..
En el Financial Times veo una referencia al libro de Simon Schama (él mismo columnista de ese diario) que habla del lenguaje de la gastronomía y conecta el discurso culinario con la política (su libro, que no he leído, se titula Scribble, Scribble, Scribble, Writings on Ice Cream, Obama, Churchill and My Mother). De la mamá no sé nada, pero la conexión con la política me interesa bastante. Leyendo el artículo uno encuentra observaciones sobre las maneras de hablar sobre la comida. El texto me lleva a un fenómeno llamativo de la cultura argentina, no muy frecuentemente valorado: nuestros mozos de restaurante, y los menús de los tiempos clásicos en los que se listaban cientos de platos en criollo sencillo y todo terminaba en cuatro o cinco cosas –carne, ravioles, huevos y algunas entradas–. Ahora que estamos a nivel internacional con nuestros chefs y nuestros menús, leer la carta es un suplicio y tolerar a los mozos y mozas new age, un infierno. ¿Dónde están aquellos mozos eficientes, que le decían a uno lo que ese día convenía comer en ese lugar, que se acordaban de memoria de todo lo que ordenaban los comensales, que hablaban poco, no molestaban con preguntas estúpidas, sabían de qué se trataba cada plato y se ganaban una buena propina lealmente? ¿Por qué desaparecieron? No sé si es obra del sindicato o de los tiempos que vivimos, pero eran una impronta argentina. Mi amigo inglés, y mucha gente en Europa –entre la que ha viajado a la Argentina– los recuerdan.


Y a propósito, en Londres, en Clerkenwell, se ha abierto un nuevo restaurante argentino. Durante el Mundial se llenaba de argentinos que veían allí los partidos –hasta los cuartos de final–. Los mozos, y el sublime parrillero, son argentinos; y son como deben ser. La carne que allí se come es la mejor carne argentina, la que aquí ya no comemos. Si quieren probarla, no les saldrá mucho más cara que acá; lo caro es el pasaje, como decía Landrú. ¿Y de qué hablan los mozos y los comensales argentinos, allí? De política, claro, y de fútbol.

*Rector de la Universidad Torcuato Di Tella.