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Taxi Driver azulgrana

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¿Cuándo fue que el costumbrismo se convirtió en una mala palabra? Pensaba eso mientras miraba una película excepcional que, sin duda, va a ser etiquetada bajo ese nombre. Una vez una amiga me dijo que si a los cuentos de Raymond Carver le cambiabas los nombres y le ponías nombres argentinos y lugares argentinos, Anagrama lo expulsaba de su catálogo por grasa. Taxi driver, la película de Martin Scorsese, ¿no será costumbrista? No, porque el imaginario de los Estados Unidos de América en manos de nuestros críticos snobs nunca es costumbrista.

Pensaba y recordaba estas cosas porque anoche vi con un amigo Hijos nuestros, una película dirigida por Juan Fernando Gebauer y Nicolás Suárez. La verdad, por el tema, pensé que iba a ser una película que me podía llegar a interesar remotamente por el efecto de
mimetismo: el protagonista, representado por el genial Carlos Portaluppi, es un  tachero hincha de San Lorenzo fanático. Pero la película te sorprende todo el tiempo. El esquema es sencillo –como nuestra vida– y el efecto que produce en el espectador es vertical, profundo. Un taxista solitario –Portaluppi– lleva a una madre y un hijo hasta un club donde éste último juega al fútbol de salón. El chico se olvida los documentos en el taxi y el tachero los encuentra y decide devolvérselos. La billetera que contiene a los documentos tiene un escudo de Vélez. El tachero, cuando se los devuelve, lo carga por eso. Es que el tachero es, en terminos heideggerianos, un Ser –para– el Ciclón. Es un hombre alienado que recorre una Buenos Aires mental y por momentos psicodélica, en la que su personalidad entra y sale de manera abrupta, otorgándole gran potencia narrativa a la película.

El tachero se enamora de la  madre del chico –una mujer que lo cría casi sola porque el padre es un padre ausente y se gana la vida haciendo viandas y profesa un budismo simpático–, pero nunca llega a concretar nada porque se le interpone su fanatismo.

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La noche que la invita a cenar, después de que juegue el Casla por la Libertadores, el partido se alarga –para su desgracia– y llega a penales y la deja plantada. Pero el tachero grita el gol de Buffarini que pone al Ciclón en carrera con desesperación. Es increíble lo que hace Portaluppi con su cara, la manera en que con mínimos gestos logra transmitir que algunas personas tienen en sí un alma mucho más vieja que su existencia biológica. Y Ana Katz, la actriz que personifica a la madre del chico, también la rompe. No hay un gesto de más, parece bocetada por Anton Chéjov.

Pensemos un poco como un guionista de novelas de la tarde o de esas películas donde se premia y se celebra el honor, la amistad, el amor, el club de fútbol, el machismo, repletas de golpes bajos con algún amigo muerto y todo aderezado con un esquema muy elemental para que se entienda bien y el espectador no tenga dudas. Esas películas no son costumbristas, son malas.

Bueno, en Hijos nuestros todo estaba servido como para que veamos una de Campanella o una saga televisiva de Suar, pero terminamos viendo una película inquietante, extraña, que trabaja sobre nuestras costumbres más ínfimas (hay una escena en la que la madre le cose al hijo el cocodrilo de la única Lacoste que tiene) pero lo hace esquivando los lugares comunes, siguiendo caminos que no llevan a ningún lado, recorriendo el barrio de Boedo con sus hermosos murales en la paredes, así como Travis recorría las calles de Nueva York en blanco y negro bajo una música sugestiva.

Alguien puede pensar que en Hijos nuestros se celebra el fútbol, su pasión: en realidad muestra que para algunas personas el fútbol es lo único que les queda. En una vida devastada, la única utopía que resiste es la vuelta olímpica de tu club del alma. La pasión por los colores, sí, pero qué más. O mejor dicho: ¿es verdad la pasión por los colores cuando tenés una vida tan de mierda que no podés elegir otra cosa para pasar el tiempo?

Hijos nuestros es la distopia del amor por el fútbol. Una película menor en presupuesto pero con la salvedad de que si repetimos la palabra menor muchas veces lo que surge es la palabra enorme.