COLUMNISTAS
LA VUELTA DE LOS VISITANTES CON LOS BARRAS FINANCIADOS POR EL PODER

Te invito a mi canchita

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“Tralalá, yo no lo veo,
no debe ser tan feo./
Tralalá, que no me vean,
voy a esconder mi cabeza
en la arena. / Tralalá,
debe ser cierto, ¡no crea
que no le creo! / Pero tengo
en mi vida tanto que hacer… /
Déjeme de joder.”
De “El avestruz” (Flanders/Swann),arreglado por Alberto Favero y cantado por Nacha Guevara en “Este es el año que es” (1971).

 

La llovizna constante, el melancólico sonido de los gaiteros, el doloroso silencio de una multitud de cien mil personas que acompañaba al cortejo, el gesto acongojado de Gerard, su hijo de ocho años que caminaba sin entender bien lo que ocurría a su alrededor; la misa en San Lucas, la guardia de honor uniformada y encapuchada del IRA que escoltaba el féretro cubierto por una bandera tricolor republicana, una boina y un par de guantes negros; la salva de tres tiros en honor al caído en Andersonstown road.
Todo era muy impresionante. Bobby Sands fue el primer prisionero del H-Block de la prisión de Long Kesh, en Belfast, que inició una huelga de hambre para reclamar por la restitución del estatus de preso político. Murió el 5 de mayo de 1981, 66 días después, tras una agonía atroz. Las dulces melodías irlandesas y el sonido de las gaitas le daban a la ceremonia un tono de serena tragedia. Tres horas tardaron hasta llegar al cementerio de Milltown, donde depositaron el féretro mientras sonaban trompetas y la gente cubría con sus paraguas a los milicianos que cambiaban sus ropas para confundirse con la multitud. Tres horas rigurosamente vigilados por helicópteros y una dotación del ejército inglés fuertemente armado que sitiaba la zona.
Miré absorto esta escena durante el trayecto de 50 cuadras. Aun conociendo la violenta historia del Ulster que ya lleva siete siglos, pensaba: “¿Qué pasaría en la Argentina de Videla si la plana mayor del ERP o Montoneros se juntara para despedir a uno de los suyos?”. Mmm… Una masacre. Pero ahí estaba ese pueblo dividido por un odio ancestral, profundo, tolerándose. O respetando un límite, al menos.
Recordé esa tarde de garúa y cielo gris cuando me enteré –antes que Luis Segura, que por lo que se ve es ninguneado por propios y ajenos– que este fin de semana vuelve el público visitante al fútbol. En el ascenso la prohibición rige desde julio de 2007, cuando mataron al hincha de Tigre Marcelo Cejas en una Promoción que se jugó en Mataderos y condenó al descenso a Nueva Chicago. En Primera la cosa se sostuvo con alfileres hasta la muerte de Javier Jerez, un hincha de Lanús, en el Estadio Unico de La Plata, el 10 de junio de 2013.
Parece que la experiencia del partido por la Copa Argentina que Racing le ganó a San Lorenzo en La Plata, donde asistieron hinchas de ambos equipos, provocó la excitación psicomotriz de políticos y dirigentes que ahora, optimistas, abogan por el regreso de la familia a los estadios. Ojalá.
No será fácil.
Cuando viví en Madrid entre 2002 y 2004 el derby que nunca me perdía era Betis-Sevilla porque cada uno tenía su tribuna. Ir al Bernabeu era resignarse al puro grito blanco: 60.000 almas contra un puñadito visitante que apenas superaba el millar. Lo mismo en el Camp Nou. Recuerdo lo mucho que hablé este tema con mis amigos españoles. Que el fútbol no es fútbol de verdad sin dos hinchadas enfrentadas, improvisando canciones, ironizando, haciéndose gestos.
Les decía que sus hinchadas eran aburridísimas –lo son– y que a ellos les faltaba algo que sólo podían encontrar en mi país, quebrado, con monedas inventadas y futuro incierto, pero creativo y pasional. Uno, en tanto argentino,  chapeaba con lo que podía. Bueh, hasta eso perdimos.
Poco a poco nos resignamos mansamente a un fútbol sin duelo de hinchadas. Escondimos la cabeza, como el avestruz de Nacha. Lo paradójico es que la violencia jamás se detuvo. Lógico: los barras, en tanto pymes muy rentables, luchan entre ellos para manejar la caja y les importa un bledo el escudo ni el rival. Pelean –matan– por plata. Por eso tanto partido sin público, moles de cemento vacías, el símbolo perfecto de la impotencia.
En Inglaterra, los hooligans fueron dominados porque eran sólo un grupo de fanáticos, skinheads filonazis, borrachines de pub, pendencieros que suelen terminar sus week ends en alguna comisaría. ¿Cómo una fuerza de seguridad no va controlar a un grupo de débiles mentales que se matan porque sí, por el fútbol, una mujer o un vaso de cerveza?
En Argentina, ya lo sabemos todos, los capos de las barras tienen arreglos con punteros políticos, llenan sus actos, se ocupan de la seguridad, trabajan como custodios y también como apretadores si algún opositor atrevido asoma la cabecita por la zona. Nadie, ni siquiera un partido paquete como el PRO, puede hacerse el distraído. Todos tienen a su barra amigo o contratado, y muy bien pago. Ergo: es imposible solucionar un tema que maneja el mismo poder que dice querer combatirlo. Bla, bla, bla.
Repasar los partidos que servirán de experimento es hasta gracioso: Sarmiento de Junín-Defensa y Justicia –todo tranqui–, Arsenal con Olimpo en Sarandí y, ya en Primera B, Tristán Suárez con Sportivo Italiano. Wow. Si todo sale bien –no imagino otra cosa– espero que nadie salga a hablar de la recuperación de la fiesta o cosas así. No me jodan.
Lo que temo –no soy el único, claro– es un pacto con los barras, en tanto socios o patrones-empleados. En época de campaña, el dinero fuerte vendrá con los actos masivos y un plus por no hacer nada vendría bárbaro. De pronto, como por arte de magia, surge la paz en los estadios y los energúmenos de elite pasan a ser carmelitas descalzas. Mirá vos.
No tolero el fútbol sin visitantes. Pero menos me gusta que me sanateen. Esto no tiene arreglo porque nuestros barras no son vagos de cafetín, son parte de una estructura política, de poder.
Hagan la prueba, tá. Ojalá funcione. Pero dejar de protegerlos y de pagarles sería mejor. Digo, no sé.