COLUMNISTAS

Tengo la camisa negra

Fue su semana más violenta. Y le hizo mal. Luis Angel D’Elía, el manso piquetero devenido en patotero oficial K, terminó la semana con un pico de diabetes que lo dejó de cama. Nada grave, de todos modos: ayer a la tarde ya estaba otra vez que se salía de la vaina para volver a “recuperar” la Plaza de Mayo, donde se van instalando escenarios múltiples para que, el martes que viene, todo el kirchnerismo acuda a un festival popular de apoyo a Cristina y en rechazo a la huelga agraria.

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“Mal parece que solo me quedé y fue toda purita tu mentira.”

Juanes


Fue su semana más violenta. Y le hizo mal. Luis Angel D’Elía, el manso piquetero devenido en patotero oficial K, terminó la semana con un pico de diabetes que lo dejó de cama. Nada grave, de todos modos: ayer a la tarde ya estaba otra vez que se salía de la vaina para volver a “recuperar” la Plaza de Mayo, donde se van instalando escenarios múltiples para que, el martes que viene, todo el kirchnerismo acuda a un festival popular de apoyo a Cristina y en rechazo a la huelga agraria.
Confieso haber sentido cierto alivio al enterarme de que D’Elía tenía un exceso de glucemia en la sangre y no de alguna otra sustancia capaz de inyectarle los ojos e inflamarle el espíritu hasta el nivel que pudo notársele entre el martes y el jueves de la semana que pasó por cadena nacional. Preferí culpar de tanto odio concentrado a la diabetes, un mal que aqueja a un 5 por ciento de la población y que, según recientes estudios realizados en la Universidad de Washington, puede generar “trastornos mentales menores” en quienes lo padecen.
En síntesis: vaya uno a saber por qué brote de indulgencia, preferí sentir más piedad por D’Elía que miedo ante lo extremadamente peligroso de su protagonismo en la escena nacional.
Será, tal vez, que analizando al D’Elía paciente todo podría quedar muy pronto en un problema suyo (digno de la mejor atención clínica y psiquiátrica, por supuesto) y no en un drama protagonizado por alguien que, cegado por un odio ideologizado hasta el infinito, fue incapaz de percibir hasta el mal gusto de ponerse una camisa negra para debutar como agente parapolicial del Gobierno.
Sería muy inconveniente, por repetición vana y por facilismo estúpido, volver a caer en la idea de que peronismo es fascismo. Eso ya le ha hecho más que suficiente daño a la Argentina. Sin embargo, acaso sería provechoso, por meras necesidades y urgencias profilácticas surgidas de lo que se vio en la calle estos días, recordar quiénes fueron los Camisas Negras de Benito Mussolini, un docente de escaso vuelo intelectual –como Luis Angel D’Elía– que llegó al tope del poder italiano no desde la derecha clásica, sino más bien desde la ultraizquierda. Porque el fascismo fue hijo del socialismo. Y no, como muchos creen o pretenden creer, de su polo ideológico opuesto.
Mussolini, antes de ser el Duce, ya había desplegado su temperamento turbulento y agresivo, su ateísmo y anticlericalismo, como militante del Partido Socialista Italiano, referencia política heredada de su papá. Como representante del ala más radicalizada del PSI llegó a dirigir Avanti, el principal periódico partidario. Terminó siendo expulsado de las filas socialistas y, muy pronto, cerca del fin de la I Guerra Mundial, fue virando a posiciones nacionalistas expresadas en un estilo violento y cuasi militar de acción. “El fascismo nació de la necesidad de acción y fue acción”, definió a su movimiento y a sí mismo allá por 1932, ya consolidado su extraordinario poder.
Había alguna similitudes entre aquella Italia y esta Argentina:
* La posguerra había dejado su tendal de crisis económica, política, social y moral.
* Los partidos tradicionales estaban desprestigiados.
* El liberalismo era considerado extranjerizante y culpable de los males del pueblo.
Los autodenominados Camisas Negras (Camicie Nere, en la lengua del Dante) eran escuadras de jóvenes enfervorizados por la Patria y la Justicia Social, cuya misión fundamental consistía en “recuperar” espacios públicos o más ampliamente territoriales donde pretendían hacerse fuertes sus adversarios políticos. Lo hacían en base a poco refinadas técnicas paramilitares: a muchos de sus rivales los obligaron, una vez capturados, a beber aceite de ricino. Fueron los que la pasaron mejor.
Los Camisas Negras resultaron invalorables para generar subordinación donde no había consenso. Mussolini los “dejaba hacer” lo suyo, que siempre había surgido “espontáneamente”, claro.
Más allá de las incuestionables diferencias históricas, políticas, geográficas y culturales de los Kirchner con Mussolini y del FTV o el Movimiento Evita con los Camisas Negras, asusta la similtud metodológica para imponer autoridad en la calle cuando las cosas parecen írsele al Gobierno de las manos. En estos días hubo narices y cabezas rotas en pleno centro político del país, mientras la Policía Federal cumplía sus órdenes explícitas de no intervenir.
En estos días nadie estaba atentando contra la estabilidad gubernamental, sencillamente porque ni siquiera hay quien tenga más poder acumulado que los propios Kirchner.
Hubo nostálgicos de la dictadura en la calle, es verdad. Pero son caricaturas sin anclaje social alguno ni predicamento posible.
Hubo opositores oportunistas dispuestos a apoyar cualquier causa con tal de quedarse con las luces que otorga el ser “anti”; también es cierto. Pero ninguno de ellos goza del respaldo ni del prestigio ni de la capacidad suficientes y necesarias para encarnar alternativa alguna.
Los Kirchner atesoran muchas de esas cosas y decidieron apostarlas a quién sabe qué estrategia. El problema de todo esto es qué estarán dispuestos a hacer –o a que lo haga D’Elía– si algún día, lejano o cercano, sienten que alguien les mueve el piso en serio.