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Tiros y tajos

Ya lo dijo Quique el Carnicero: las armas de fuego llegaron y lo pudrieron todo. ¿Dónde conviene inscribir a Quique el Carnicero? ¿En qué lugar hay que situarlo para poder entender? Quizás en una curva que lleve desde los matarifes de El matadero de Esteban Echeverría hasta los cuchilleros de las orillas de Jorge Luis Borges, partícipes todos ellos de una misma aversión por las pistolas y los revólveres.

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Ya lo dijo Quique el Carnicero: las armas de fuego llegaron y lo pudrieron todo. ¿Dónde conviene inscribir a Quique el Carnicero? ¿En qué lugar hay que situarlo para poder entender? Quizás en una curva que lleve desde los matarifes de El matadero de Esteban Echeverría hasta los cuchilleros de las orillas de Jorge Luis Borges, partícipes todos ellos de una misma aversión por las pistolas y los revólveres. Quique el Carnicero razonaba también así: las cosas según él se echaron a perder con la aparición de las armas de fuego. Por contraste con el coraje de la pelea cuerpo a cuerpo; esa muerte a distancia del fogonazo anónimo era cobardía y era deserción, era bajeza, alevosía.
Quique el Carnicero fue el jefe de la barra brava de Boca en los años de gloria de la década del setenta. La violencia contra el otro no le era ajena; pero el arsenal que manejaba consistía, principalmente, en cuchillos y punzones y cadenas de distinto alcance.
Nada de pólvora, nada de tiros.
Para este hombre tan inmediato y tan táctil, un hombre de manopla y tajo, el desapego de los disparos distantes (el hincha de Quilmes baleado en Vuelta de Rocha a comienzos de los años ochenta) sellaba el principio del fin: la decadencia, la hora del retiro.
Matar a distancia es un desdoro para el cuchillero nato. La manifestación más notoria de esta modalidad es tal vez la bengala que voló en la Bombonera desde una tribuna hasta la otra y acabó con la vida de un hincha de Racing. De ahí en más, el tiroteo cunde, se hizo hábito la balacera. A veces tirando más bien al voleo, un poco al montón: al tuntún y ver qué pasa. Y otras veces cerrando un ojo y apuntando lo mejor posible. Desde los tiros al camión de hinchas de River que dejó dos muertos en 1994 hasta el tiro que mató a Emanuel Alvarez en estos últimos días, pasando por la sola bala destinada a un solo hombre del ajuste de cuentas que liquidó a Gonzalo Acro.
Hubo un momento –quizás convendría determinar cuál– en que se dejó de hablar de peleas entre las barras y se empezó a hablar de combates y de batallas.
Un imaginario de guerra desplazaba así a la figuración de la patota que te espera a la salida para dar y recibir. A ese horizonte conviene agregarle otro más: el de las formas de la violencia sindical, con la que está tan emparentado el fútbol. También allí puede distinguirse la estética más elemental del palazo en la cabeza y el revoleo de cadenas, de la apelación expeditiva al calibre 22 o al calibre 38.
Para no ir hacia atrás y hacer historia, es posible diferenciar en el presente dos modos bien diversos de proceder en este rubro. Uno es el de Madonita Quiroz, tirando mal y pronto, al bulto y medio tropezando (y en nombre de la paz, según sus propias palabras) por las calles de San Vicente. El otro es el que se empleó en Rosario con Beiroz, el tesorero de Moyano: lo baleó un sicario en un estacionamiento, por un sueldo y con una foto en la mano para orientarse y no equivocarse de víctima.
Hay algo en este último hecho que conviene destacar. Después de los disparos efectuados por el asesino Flores, hubo un cómplice que se arrojó sobre la víctima y lo remató a puñaladas. Balearlo no fue suficiente: era preciso tajearlo.
 Es un caso excepcional, y probablemente inédito, de un cuchillazo de gracia.