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TEVEZ, SESSA, ALFARO, MILITO, ALMIRON, BLANCO, LA GRIETA Y… ¡LA PESTE!

Todos somos Mr. Hyde

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Tevez. El referente de Boca vio la roja y le dieron tres fechas de suspensión. | AFP
“Todos los errores humanos provienen de la impaciencia, de una ruptura precipitada del método, de la aparente aprehensión de una cuestión aparente.”
Franz Kafka (1883-1924); de sus apuntes en sus cuadernos (1917 y 1918).


“Si Centurión juega como jugó hoy, ¡qué choque todas las semanas!”, se hizo el gracioso Pablo Pérez que, intuyo, poco le interesará El chiste y su relación con el inconsciente, de Sigmund Freud. Nos cuenta que el grupo tiene mucho humor y sabe bien cómo contener al chico. Eso es doblemente bueno. Por el joven Wachi-Bukowski de Villa Corina y por él mismo, cien amarillas y ninguna flor. Va siendo hora.

De todas maneras, “el” tema fue la absurda expulsión de Tevez un instante después de haber definido de manera magistral. Pique desde la raya central y por el centro, aceleración, sutil movimiento para que su marcador tapara la visión del arquero, cambio de perfil, borde interno al primer palo. Perfecto. ¿Tanto tiempo para encontrar su mejor versión y resulta que todo se va al diablo por un instante de furia, un insulto de posgrado en las mismísimas narices de Delfino? Increíble.

Uno lo podría esperar de alguien como Gastón Sessa, pero jamás de Carlitos, un jugador de la elite mundial. El Gato, simpático asesino serial nativo, a los 43 y en Villa San Carlos, insiste en agregar más capítulos a su novela negra. Esta vez, como supo hacerlo con Pezzota, tomó del cuello a Julio Barraza, un árbitro al que juzga poco eficiente y algo excesivo. “¡Se pasea en sunga por los vestuarios!”, lo denunció, indignado. ¡Ups!

Ilusionado con las tres fechas que le dieron a Tevez por su específica mención a la hermana de Delfino, Sessa sueña con una pena menor a la perpetua. Ojalá se le dé, pobre.

¿Qué ha pasado con Centurión, Tevez, Sessa; el sereno Alfaro que se fue de boca en La Plata; Milito insultándose con Lautaro Acosta, Jorge Almirón que le gritaba “¡dejá de mariconear con los jugadores!”, o Víctor Blanco, que jura que en Racing está todo bien pero se niega a pagarle el contrato a Sava luego de traerlo a desgano, humillarlo, darle la pretemporada y echarlo al primer partido perdido? Mm… Es como si se reflotara la vieja historia del doctor Jekyll y…
—El mismo, Asch. Mucho gusto –dijo del otro lado del escritorio mientras me ofrecía la mano–: mi nombre es Jekyll. Henry Jekyll.
Se presentaba como Bond pero era, nomás, el noble científico creado por Robert Stevenson en el otoño londinense de 1885, alucinado por la fiebre y su pasión por escribir sobre la dualidad moral del ser humano. Traje, chaleco, capa, moñito, botitas, bastón, estilo aristocrático y un aire a Spencer Tracy, claro. Algunos lo saludaron de lejos pensando que era Federico Pinedo. Quién, si no.
—¡Qué lo trae por acá, don Spencer! ¿Todo bien con la Hepburn? ¿Y Hyde? ¿No vino? ¿Qué onda con él?
Tracy se desesperó. ¡Shh…! Sus ojos, desmesuradamente abiertos, apuntaban de lado a lado, como Carrió, el dedo índice cruzando los labios bien apretados. Respiraba por la nariz, agitado. Tardó un siglo en parpadear. ¡Qué actor!
—Ni me lo nombre. Ya no puedo dominarlo, Asch –dijo.
—Claro. ¡Qué novedad! Por eso Jekyll muere al final de la novela.
—¡No sea obvio! Edward Hyde se sofisticó con el paso de los años. Hoy no es jorobado, ni peludo ni tiene colmillos o garras de oso. Se mimetiza, como Zelig, el personaje de Allen.
—¿Usted quiere decir esa gente, como usted, también se convierte en… Hyde? No me joda.
—Ellos y muchos más. Médicos, carniceros, ¡periodistas! Su país está infectado y aún no son conscientes de ello. Es la peste, Asch, su mecanismo es recomenzar.
—¿Ahora va de Stevenson a Camus? No me vuelva loco, ¿quiere? Dígame, don Spencer, ¿por qué nos tocó justo a nosotros esa peste?
Inclinó la cabeza como un perro que escucha música. La pregunta lo había desconcertado. Reaccionó rápido.
—¡Y por qué no! Este es un país ideal para producir uno, cien, miles de Hydes. Sus esfuerzos para disimularlo son inútiles.
—¿Le parece? ¿No vio el nuevo chocolate Milka liso, sin divisiones, “para un mundo más unido”? ¿No es genial?
—No.
—Ah. ¿Y nuestro Davosito? ¡Fah! ¿Y el fútbol sin visitantes? Gran invento, ¿eh? ¿Qué otra cosa es el rival sino la otredad, una muchedumbre de Hydes, tan feos, sucios y malos?
—No ironice, Asch. ¡Piense! La grieta, los barras, las grúas municipales que persiguen autos, las peleas en el Congreso, en la AFA, en lo de Tinelli; López & Lázaro, Michetti & la Suma imposible, Mary & Juan; Sturzenegger, cada vez que habla en inglés; Prats Gay, cuando habla; Caruso Lombardi, si intenta hablar; Alvaro Zicarelli en trance y citando a Palacios. Se trata del mismo fenómeno. Somos el bien hasta que, de pronto, explota en nosotros la pasión más execrable, más baja, más inconfesable.
Spencer Tracy, agotado, apoyó sus manos sobre el escritorio como en el juicio de Nuremberg. Suspiró, antes de preguntar.
—¿Le parece Centurión como mediapunta, en lugar de Tevez? ¿Quién va a ser el 9 del Mellizo, Benedetto o Bou? ¿Qué tal los colombianos? ¿Sara está para atajar? No, no se asombre, Asch. Hyde era bostero. Me contagió.
Le conté que Bauza, en San Pablo, lo ponía ahí a Centurión, pero creo que yendo por el medio termina chocando. Que el elegido será Bou, pero sólo para que se cumpla el viejo axioma: si hay dos hermanos en el mercado, el peor jugará en Racing. Que los colombianos son buenos y Sara puede atajar, cómo no, si le dan confianza.
Recién entonces, satisfecho, apretó la empuñadura de plata del bastón y se despidió con un suave movimiento de cabeza.
“Adiós”, le susurré, mientras volvía a mis diarios. Ay. Algunos títulos, lo juro, me hicieron sentir Mr. Hyde, el Increíble Hulk y Jason, el asesino de Martes 13, en un mal día.  
Suele suceder, compatriotas.