COLUMNISTAS

Tres son multitud

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Me habré convertido en eso que nunca quise ser? (Un poco como en esa frase de Aira, vía Pizarnik: “Todos los caminos de la sombra llevan a la certeza atroz de que me ha sucedido lo que yo más temía”.) Quiero decir: ¿me habré vuelto reseñista? ¿Un comentador de las novedades del mercado editorial? Hace ya varias –por no decir demasiadas– columnas que vengo glosando libros recién salidos. Sucede que disfruto de un cierto tiempo libre, arreglé unos vidrios rotos en mi casa y este invierno no pasé tanto frío (odio el frío de manera casi racista) y sobre todo, vengo en racha: las últimas seis o siete novedades que leí, eran muy buenas. Ante ese encadenamiento dichoso, ¿cómo no detenerme en las lecturas recientes? Cada tanto, como quien estira las piernas para no aburrirse, cometo el desliz de escribir sobre política o sobre medios (lo que a esta altura vendría a ser casi lo mismo). Son notas menores, pero que evidentemente mueven el amperímetro de los lectores de la versión digital de este diario: cuando escribo sobre literatura suelo terminar la semana con un significativo: “Comentarios a esta nota: 0”, mientras que cuando encaro una intromisión por la política, acabo recibiendo un modesto número de insultos y escarnios.

Sin ir más lejos, hace dos semanas, un lector, luego de darme una serie de consejos que no vienen al caso ahora, terminó su comentario con un “¡andá a trabajar, vagabundo!”. Rápidamente me di cuenta de que en el fragor del tipeo, seguramente habría querido decir “vago”, en lugar de “vagabundo”. Pues bien: obviamente no soy un vago (no he dejado de escribir esta columna ni un domingo, sano o enfermo, contento o triste, de viaje o entregado a mi vida familiar), pero en cambio se esconde en ese adjetivo (¡vago!) una buena definición sobre la literatura y sobre la lectura: si comento la actualidad es siempre desde una posición diletante, lateral, errante (¡como un vagabundo!). Si yo fuera encargado de prensa de alguna editorial, o aún más grave, editor, preferiría siempre que a “mis” libros este suplemento le dedique una reseña en tiempo y forma (y si es posible con la foto grande del autor) y no una columna como ésta, llena de digresiones que no conducen a ninguna parte.

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Debo pedir disculpas, entonces, a la editorial Eterna Cadencia, por ocuparme de Nos quedamos cerca, novela del joven escritor alemán Tilman Rammstedt, que acaba de publicar. De Rammstedt leí hace años su primer libro de cuentos, traducido al francés como Zones Taboues, en la editorial canadiense Les Allusifs. Era un libro muy bello. Melancólico. Había en su prosa una levedad que lo alejaba de algunos otros autores alemanes de su generación, al menos de los que yo había leído (como Andreas Maier, por ejemplo, que siendo apenas unos años mayor –1967 contra 1975– dialoga de un modo pleno con escritores como Thomas Bernhard, del que, por suerte, no se encuentran rastros en Rammstedt). En Nos quedamos cerca retoma cierto aire nostálgico para narrar la historia de un falso trío amoroso, que en verdad termina siendo una novela de aprendizaje (ahora sí, desde Werther para aquí, uno de los grandes géneros alemanes). El aprendizaje del fracaso del amor adolescente. El pasaje a la adultez bajo la figura de la interpretación de ese fracaso. La pregunta por la amistad. Y nuevamente, narrado con un estilo Léger, que le da cierto aire francés al asunto. Por momentos la novela me recordó a esas fotos de Cartier-Bresson –como Au bord de la Maine– donde dos parejas comen a orillas de un río, en la campiña bucólica (sólo que aquí no es el río sino el mar, y no son cuatro sino tres, y seguramente más jóvenes y con más complicaciones). Aunque, como escribe un irónico Rammstedt: “El tres en sí no es un número para nada complicado”.