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Tres tristes franjas

Como un golpe de boomerang, todos los padres volvemos a la escuela. Estamos otra vez indefensos en ella.

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Como un golpe de boomerang, todos los padres volvemos a la escuela. Estamos otra vez indefensos en ella. Vislumbramos por las rendijas, fisgoneamos en el cuaderno de comunicados para saber si volveremos a ser felices, a sufrir, a aburrirnos, pero esta vez en forma de pequeños remasterizados. El proceso de separación del niño que fuimos y del niño que tenemos, un ser humano independiente, lleva horas de ajetreo y de traumático desapego.

Me gusta mucho la escuela a la que va mi hijo. A mí me tocó la escuela en dictadura, donde la escolarización era poco menos que un absurdo. Así que aprovecho el acto de la bandera para investigar en el bullicioso mundo de la infancia perdida y reencontrada. El acto es una puesta en escena de mil formas de fracaso, empezando por la de Manuel Belgrano y terminando en los micrófonos chirriantes. Es importante hablarles de esto a los niños, pienso, aunque no entiendan casi nada. Los actos escolares son la primera preparación para la ficción simbólica, para el misterio de la sustitución y también para el fracaso inmediato de la solemnidad.

Las maestras se esmeran; no están sugiriendo un Belgrano para recortar del Billiken sino un héroe muerto, con un plan soberano que fue denigrado y olvidado. No les cuentan toda la historia a los purretes (que prefieren comerse los mocos o hurgar en sus partes) pero yo –que la conozco– veo todo el espectáculo con lágrimas: la complejidad del tema, la inocencia de los niños, el relato de una muerte, la cristalización de un símbolo, la perpetuidad de la derrota.

Siempre me ha parecido que la muerte de Belgrano, el 20 de junio de 1820, concentra brutalmente teatralidad y augures. Olvidado y agonizando de todo tipo de dolores a los 50 años, pagando al médico con su reloj mientras en la ciudad de Buenos Aires se erigían tres gobernadores en un día, Belgrano se me confirma como un héroe típicamente trágico. Los argentinos lo seguimos olvidando en cada acto de sumisión, de corrupción legalizada por el poder. En 2004 se inauguró la última de las cuatro escuelas para las que Belgrano donó 40 mil pesos, el premio por Salta y Tucumán. Las escuelas iban a estar en Santiago del Estero, Tucumán y Tarija. Tarija se perdió en Bolivia, en medio de la burocracia que también se comió la fortuna destinada a las obras. Y hoy, ante el FMI, la matriz de aquel olvido de 1820 vuelve a estar intacta.

La promesa a la bandera es triste y tiene algo de infinito duelo. Los niños no lo saben. Ya se enterarán.