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Un avión en el fondo del mar

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No es la primera vez que desde esta columna apelamos a un espíritu científico del siglo XIV como William de Ockham. En realidad me encanta apelar a él porque es la muestra más palpable que encuentro para certificar que el animal humano no hace más que retroceder en su camino hacia el saber, o que en todo caso avanzó muy poco, o nada. O tal vez, contra lo que supone tanta gente, avanza a paso tan lento que casi podría emularse a una tortuga plañidera y tonta. Ockham fue un fraile franciscano, filósofo y lógico inglés oriundo de un pequeño pueblo de Surrey llamado Ockham. Como todo franciscano, vivió pobremente. Lo mató en 1347 la peste negra que en 1722 tan bien narró Daniel Defoe en su Diario del año de la peste. Ockham (dicho sea de paso, no es otro que el fraile franciscano, aristotélico y buen mozo de la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa, sólo que allí fue rebautizado como Guillermo de Baskerville) es famoso por haber formulado un principio (el principio de parsimonia) que establece que si un fenómeno puede explicarse sin suponer entidad hipotética alguna, no hay motivo alguno para suponerla. Es decir, siempre debe optarse por una explicación en términos del menor número posible de causas, factores o variables. En otras palabras, cuando hay varias soluciones posibles para un mismo problema, lo más probable es que la verdadera solución sea la más simple. Hace unos años, el principio de parsimonia de Ockham funcionó a la perfección con el caso de la desaparición de la familia Pomar, y más recientemente volvió a funcionar con el caso del crimen de Angeles Rawson. Hoy Ockham vuelve a hacer su aparición triunfal para dictaminar que el vuelo MH370 de Malaysia Airlines, desaparecido el pasado 8 de marzo con 239 personas a bordo, descansa irremediablemente en el fondo del mar. El problema es dónde, pero allí está. No lo tiene la Federación Galáctica para negociar una ley tendiente a acabar con el poder de los banqueros, no fue derribado por talibanes mientras sobrevolaba Afganistán, no fue abducido por un OVNI, no fue secuestrado. Lo que William de Ockham viene a decirnos es que el avión malasio está en el fondo del mar, que no devuelve a sus víctimas.

Desde este humilde espacio hacemos esta pequeña contribución al dilema del avión perdido, recordando que muchos de los grandes problemas del siglo XXI no van a ser resueltos apelando a los espíritus ilustrados que conviven con nosotros, sino a los viejos muertos extranjeros. Ni siquiera a los muertos recientes, y mucho menos a los muertos autóctonos, que si de algo carecieron es de la capacidad de dictar leyes universales. Las formulaciones teóricas de Murena o Martínez Estrada son exactas y funcionan siempre y cuando permanezcan acotadas al territorio argentino o latinoamericano. Es triste reconocer que nunca podremos echar mano de un pensador argentino para iluminar un dilema que no sea estrictamente argentino. Inmunizados de universalismo, entonces, tenemos que apelar a las soluciones que nos plantean los europeos. Porque, en el campo del pensamiento, ser argentino es ser menos que cero.