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Un consejo de liviandad

Carrió cada vez me interesa más. No me convence, pero me interesa.

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Carrió cada vez me interesa más. No me convence, pero me interesa. La mitad de mis vecinos la votó como candidata en las PASO. Mi sufragio tomó otro rumbo. En parte porque tengo una ideología política muy diferente a la suya, en parte porque el fundamento que da sentido a su accionar (Dios) no termina de encender mi fe. Apruebo la lucha sin cuartel que libra contra la corrupción, pero no entiendo por qué razón esa misma lucha es lucha con cuartel cuando se trata de Angelici o Calcaterra o Franco Macri. Me gusta cuando despotrica contra Jaime Duran Barba, porque ella apuesta a la política y no al marketing; pero no entiendo por qué razón se prestó a seguir la consigna de sonrisas a rajatabla impartida por el asesor.

Discrepo con su interpretación de Eichmann en Jerusalén de Hannah Arendt, pero aprecio la posibilidad (que juzgo infrecuente en su espacio) de discutir en torno a la lectura de un libro. No comparto el empleo que le ha dado a la noción de la banalidad del mal (mi opinión sobre Julio De Vido es muy mala, es completamente adversa; pero no me parece que el suyo sea el caso del funcionario sin iniciativa que se limita a hacer lo que debe, desde la grisura atroz del puro acatamiento de reglas).

Hace unos días, en una entrevista del diario Clarín, le preguntaron a Carrió por su bebida favorita. Contestó: “Agua”. Agua, nada más. A continuación, le preguntaron por su comida favorita. Y contestó: “Todas”. Carrió de pronto es ascética, prescindente, hasta espartana; y de pronto es golosa, rabelaisiana, voraz.

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En su discurso a los argentinos del domingo a la noche, el presidente de la Nación refirió que al mediodía él le había aconsejado: “Comé liviano, Lilita”. Y que ella no hizo caso, devoró hasta el último chinchulín que quedaba en la parrilla. En la anécdota sonsa anida, empero, a mi entender, una clave oculta: el consejo de liviandad. Un consejo de liviandad.