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Un criterio infalible

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El miércoles empieza el Bafici, del que se cumplen muy felices 15 años. Para celebrarlos sin formalidades, me gustaría tocar un tema tentativo, poco ortodoxo, del que no se habla, pero es el más importante en lo que hace a la programación de un festival: cómo elegir las películas.

La respuesta perogrullesca sería que se trata de elegir las películas buenas y descartar las malas. Se podría matizar agregando que siempre se hacen excepciones a esta regla (se incluyen películas por ser locales o novedosas o importantes por razones ajenas a su calidad) pero lo difícil es establecer criterios si no objetivos, al menos comunicables. Para aclarar qué sería un criterio comunicable, pondré un ejemplo tomado de otra disciplina. Diego Bigongiari, gran catador de vinos y de aceites, ha convencido a todos sus lectores de que es muy fácil distinguir un buen aceite de oliva: éste debe ser fresco, amargo y picante. Y ha señalado, además, que el comensal argentino, aun cuando se muestra sofisticado en otras materias, es muy malo para consumir aceite y suele preferir las variedades rancias, en las antípodas de las que él propone.

Y ahora voy a dar un salto en el vacío y proponer los mismos parámetros para programar. El Bafici necesita que la mayoría de sus películas sean frescas, amargas y picantes. Y sobre todo, que no sean rancias, que no tengan ese perfume a falsa calidad que es el sello distintivo del mal cine. Una primera aclaración: no hay que confundir lo fresco con lo juvenil, lo amargo con lo sórdido y lo picante con lo morboso. Pero vayamos a un ejemplo práctico. En este Bafici hay tres películas recomendables que vienen de distintos países y están en distintas secciones, pero tienen algo en común: sus tramas son poco más que una excusa para filmar una ciudad y su gente. Me refiero a Carmela, salvata dai filibustieri de Giovanni Maderna y Mauro Santini (Tarento), Museum Hours de Jem Cohen (Viena), y Tchoupitoulas de Bill y Turner Ross (Nueva Orleans). La primera simula adaptar una novela de Salgari para seguir a dos hermanos pescadores por la Ciudad Vieja y escuchar hablar el increíble dialecto tarentino que suena como una mezcla del napolitano y el árabe. La película alcanza una máxima cota de frescura y es tan física que no puede sino incluir el amargo entre sus múltiples sabores; pero es algo pacata y le falta, por lo tanto, un poco de picante. Tchoupitoulas sigue a tres hermanitos negros durante una noche en las calles más animadas de la ciudad con sus antros, sus músicos callejeros y sus paseantes y parece celebrar la resurrección de Nueva Orleans después del huracán. En su tranquilo vagabundear es picante y fresca, pero su optimismo excesivo hace que lo amargo se eche en falta. Museum Hours es la más argumental, filma las calles de Viena y el interior de sus cafés pero sobre todo del Kunsthistorisches Museum, donde traban amistad un cuidador y una visitante canadiense. La ciudad, el museo y la soledad de los personajes tienen el fuerte sabor amargo de una Historia que incluye la civilización y la barbarie. Si algo le falta en frescura, la densidad intelectual, plástica y musical le da una atractiva pungencia.

Amigo lector, le acabo de proporcionar una receta casi infalible para juzgar el Bafici. Acaso mañana los diarios sustituyan las sosas y promiscuas estrellas por la medición de estos tres rubros fundamentales. Y los programadores tengan en este método una guía infalible. Y si usted quiere un ejemplo de película fresca, picante y amarga en esta edición, ahí está Viola de Matías Piñeiro, acaso la mejor película argentina de la década.