El próximo 2 de octubre se celebrará en Colombia un plebiscito para que
el pueblo exprese su adhesión o rechazo al acuerdo de paz con la
guerrilla más antigua de Latinoamérica: las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia (FARC). Las últimas encuestas señalan una
pequeña diferencia a favor de la aprobación del acuerdo. Atrás podrían
quedar más de cinco décadas de una cruenta lucha que dejó 260 mil
muertos, 45 mil desaparecidos y más de 6 millones de desplazados
(segundo país en el mundo en esa cifra después de Afganistán).
Actualmente, las FARC tienen presencia en 24 de los 32 departamentos,
principalmente en Putumayo, Cauca, Tolima, Valle del Cauca y Nariño. Su
creación, por parte de Pedro Antonio Marín Rodríguez, quien utilizaba
los alias “Manuel Marulanda Vélez” y “Tirofijo”, se remonta a 1964, en
plena vigencia de la Guerra Fría. A su muerte, en 2008 por causas
naturales, lo sucedió como presidente del Secretariado Guillermo León
Sáenz Vargas, alias “Alfonso Cano”, abatido por el ejército colombiano
en noviembre de 2011. El liderazgo pasó entonces a ser ejercido, hasta
hoy, por Rodrigo Londoño Echeverri, alias “Timoleón Jimenez”, también
conocido bajo el alias de “Timochenko”. En sus inicios, esa guerrilla
adhirió al marxismo-leninismo y llegó a contar con aproximadamente 20
mil combatientes.
Durante su mandato, el presidente Alvaro Uribe
Vélez (2002-2010) implementó el Plan Patriota e intensificó la lucha,
que ocasionó serias pérdidas a la organización armada, incluidos varios
líderes del Secretariado, como Luis Edgar Devia Silva, alias “Raúl
Reyes”, abatido en Ecuador en marzo de 2008. Uribe nunca reconoció la
existencia de un conflicto armado, sino una amenaza de bandidos
terroristas al Estado colombiano. Entre 2006 y 2009, su ministro de
Defensa fue Juan Manuel Santos Calderón –un pragmático– y lo sucedió en
la presidencia en 2010.
Las FARC financiaron sus acciones con
ingresos ilícitos –hasta más de 2.500 millones de dólares anuales–
provenientes del narcotráfico, los secuestros, el peaje, la “vacuna”
(extorsión) y, en los últimos años, la minería ilegal. Muchos países
declararon a la guerrilla colombiana como “fuerza terrorista”, entre
ellos: la Unión Europea, Estados Unidos, Canadá, Chile y Perú; nuestro
país, Brasil y Venezuela nunca lo hicieron; Ecuador la consideró una
fuerza irregular.
En las últimas décadas, las FARC cometieron
sevicias que vulneraron toda ética revolucionaria, como ser:
reclutamiento de menores, violaciones sexuales, torturas, ejecuciones
extrajudiciales, asesinatos de rehenes, masacres, secuestros de civiles y
abortos forzados.
El 26 de septiembre pasado se firmó en Cartagena
el acuerdo de paz, que se someterá a un plebiscito el próximo 2 de
octubre. Fue una compleja tarea que demandó cuatro años de arduas
negociaciones iniciadas en Oslo (Noruega) y finalizadas en La Habana
(Cuba). El equipo negociador por las FARC lo encabezó el duro y hábil
Luciano Marín Arango, alias “Iván Márquez”.
Por parte del gobierno
colombiano, entre otros, no puedo omitir destacar a reconocidos,
consecuentes y sólidos profesionales como Humberto de la Calle, Sergio
Jaramillo (ex secretario de Defensa) y los generales Jorge Mora Rangel y
Oscar Naranjo, a quienes tuve oportunidad de conocer y tratar. Ninguno
de ellos subestimó a la contraparte, ninguno fue displicente, no
ensayaron ni se apresuraron. En extrema síntesis, el acuerdo es muy
complejo: contempla el cese del fuego bilateral y definitivo; la
“dejación” de armas de las FARC (dejación es un eufemismo que reemplaza a
entrega, pues no hubo un claro vencedor en el conflicto); su
participación en política; la reforma agraria; el combate al
narcotráfico; el resarcimiento de las víctimas; los juicios por crímenes
de guerra y el blindaje jurídico del acuerdo.
Un drama no menor
serán las tareas de desminado, que demandarán años; Colombia es el
segundo país en el mundo en el sembrado de minas antipersonales, que
ocasionaron más de 12 mil víctimas en los últimos 25 años.
El
optimismo es grande pero, imperioso es no soslayarlo, también lo es la
incertidumbre, como consecuencia no sólo del resultado del plebiscito,
sino también del control de los mandos medios y bajos de las FARC que no
se adhieren al acuerdo, de las personas adherentes que viven del
narcotráfico (casi 700 toneladas métricas de clorhidrato de cocaína en
2015), del sostenimiento económico (inicialmente se asignarían
210
dólares mensuales a los desmovilizados), de la sustitución de los
cultivos de coca y del posible incremento del sicariato. Un dato no
menor es la permanencia de 6 mil hombres de las Bandas Criminales
(Bacrim) y de 2 mil combatientes del Ejército de Liberación Nacional (
ELN).
Las FARC no tendrían –si lo intentaran– un ingreso a la
vida política sin grandes obstáculos, la animadversión del pueblo hacia
ellos es muy grande y muy distinta la aceptación que tuvieron algunos
dirigentes desmovilizados del M-19, a fines de la década de los años 80.
El
camino no será sencillo, más de medio siglo de un conflicto desangrante
excederá sin duda el mandato del presidente Santos, pero estamos ante
un promisorio avance.
Colombia ha dado un gran ejemplo al mundo y, en
particular y especialmente, a Latinoamérica: combatió a una letal
fuerza terrorista desde el pleno Estado de derecho, sin recurrir –como
la Argentina– a un inconducente y lamentable golpe de Estado
cívico-militar.
*Teniente general (RE), jefe del Estado Mayor del
Ejército Argentino de 1992 a 1999. Veterano de Malvinas. Fue embajador
en Colombia y en Costa Rica.