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Un imbécil con talento

Pablo Pazos, librero amigo, me recomienda los cuentos del chileno Marcelo Lillo reunidos en El fumador y otros relatos (2008) y Gente que baila sola (2009).

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Pablo Pazos, librero amigo, me recomienda los cuentos del chileno Marcelo Lillo reunidos en El fumador y otros relatos (2008) y Gente que baila sola (2009), que vienen precedidos de una historia curiosa. En 2002, cuando tenía 45 años, Lillo decidió abandonar su trabajo como profesor secundario en Valdivia, vender todo lo que tenía y refugiarse con su mujer en Niebla –un pueblo vecino que hace honor a su nombre– para dedicarse a escribir. También hizo una extraña apuesta: o lograba vivir de la literatura antes de que se terminara el dinero o le pegaba un tiro a la mujer y se mataba luego con un Colt 45 adquirido especialmente para la ocasión. Como estrategia de marketing suena detestable, pero hay algo peor: es bien posible que sea todo cierto, lo cual define a Lillo como un imbécil ya que de todas las maneras de jugar a la ruleta rusa, la literaria es la menos equitativa.

El truculento pacto demuestra, una vez más, la nefasta influencia de Hemingway sobre los escritores: como no podía ser de otra manera, Lillo se declara su admirador. También dice admirar a Raymond Carver, a quien le atribuye la afirmación de que el éxito en las letras se compone de tres factores: talento, ambición y suerte. Al parecer, Lillo tuvo suerte porque cuatro meses antes de que se cumpliera el plazo fatal, comenzó a afluir el dinero y poco más tarde, sin pasar por Santiago, El fumador se publicó directamente en España. Si la ambición se da por descontada, talento (¡quién lo diría!) también tiene, como lo demuestran los dos libros.

Efectivamente, los cuentos hacen pensar en una traslación de Carver al sur chileno por la implacable exposición de una clase media frágil y sin futuro: una franja social acotada hacia abajo por el riesgo de una miseria muy cercana y hacia arriba por una prosperidad módica e inútil, ahogada entre el alcohol, la soledad y el aburrimiento. En los personajes de Lillo, además, se ven las huellas de una infancia infeliz en un territorio provinciano, sombrío, aislado, sobre el que pronto se abatiría la dictadura pinochetista y cuyo núcleo de amargura y sordidez no se ha modificado en los años transcurridos. Más que historias de perdedores, las de Lillo son historias de gente perdida. Nadie había mirado alrededor con esa intensidad y ese aliento trágico desde Roberto Bolaño, aunque Lillo prescinde de las aristas políticas y culturales de las narraciones de Bolaño para dar cuenta de una sordidez más chata y más uniforme.

Los diez relatos de El fumador tienen en común un material tremebundo. Casi inevitablemente, giran en torno de muertes y hasta de crímenes espantosos. En un cuento, el narrador presencia cómo su madre es asesinada de un botellazo por su tía durante una cena familiar. Otro comienza cuando el protagonista va a buscar a su padre a la salida de la cárcel donde ha pasado varios años por violar a un niño. Lillo cuenta estas historias con una prosa tersa, tranquila y contundente, que mantiene la tensión sin buscarla y sin precipitarse en el sensacionalismo. En Gente que baila sola, los trece cuentos son menos compactos, pero también más difíciles, porque los infiernos que recorren no son los del delito sino los de la vida doméstica, que alcanzan picos de sufrimiento tan grotescos como desgarradores. En este libro, donde abundan los matrimonios desavenidos y los hijos abandonados por sus padres, aparece un personaje recurrente, que bajo distintos nombres y circunstancias evoca al autor en la figura de un chico que tiene una gran facilidad para inventar historias. Hasta aquí, Lillo ha demostrado que es ciertamente ese chico. Pero la Policía haría bien en destacar a un agente para que lea sus textos futuros y detecte los primeros síntomas de agotamiento, repetición o molicie en su narrativa, para así salvar a la Señora Lillo de ser asesinada por este salvaje.