COLUMNISTAS
para los refugiados

Un lugar en el mundo

Según el autor, la historia de sus abuelos no es distinta de la de los sirios y libaneses que llegaron en el siglo pasado. Por qué el Programa Siria de Cancillería debe ser ampliado.

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Estaba en lo alto de una montaña sin caminos. No era siquiera una aldea. Apenas cuatro casas de piedra: da Carballeira, do Medio, d’Abaixo y Nova. Una de ellas tenía diez habitantes: mis abuelos maternos y mis ocho tíos. Eran todos analfabetos. No hacían otra cosa que labrar y pastar. Nunca sabré cómo hicieron para venir a la Argentina, a tener a mi madre, a educarse y a entregar una infinita capacidad de trabajo.
No debe ser muy distinta la historia de millares de sirios y libaneses que llegaron a estas tierras el siglo pasado, escapando de la indigencia o del peligro. 
Eligieron este país y fabricaron aquí argentinos tan argentinos como el que hicieron en Salta los padres sirios de Eduardo Falú.
Los inmigrantes de Siria y Libia forman, junto con su descendencia, la mayor parte de los 3.500.000 árabes residentes en la Argentina.
Hoy, el cataclismo de Siria (dictadura, guerra, torturas y pobreza) ha provocado un éxodo masivo de características bíblicas. Miles y miles de sirios huyen hacia Europa, donde hay países que no pueden –o no quieren– recibir una inmigración aluvional. 
Es un drama que en las últimas semanas se ha convertido en tragedia. Sin embargo, en nuestro país (y no sólo en nuestro país) había multitudes que lo ignoraban. O bienintencionados que sentían compasión por las víctimas pero consideraban que era un problema ajeno. Un horror que no nos concernía.
Casi ni se supo (o no importó) que el año pasado el Gobierno pusiera en marcha un meritorio “programa especial de visado humanitario para extranjeros afectados por el conflicto de la República Arabe Siria”, primer paso hacia la solidaridad, que ahora debe ir más lejos. 
Ese programa está dirigido a permitir el ingreso de aquellos que sean “llamados” por sirios residentes en el país. Es una loable decisión. Pero las circunstancias actuales exigen una política más activa. 
A veces hace falta que una desgracia se corporice para sacudir al mundo. Ana Frank despertó a millones que, aun repudiando el nazismo, no se sentían conmovidos por las cifras del Holocausto. 
Ahora, nadie desconocía que los sirios y norafricanos morían por centenas en intentos desesperados de cruzar el mar en chalupas o pasar inadvertidos dentro de fatídicos camiones. Pero ésa era una desgracia sin cuerpo, sin nombre, sin apellido y sin edad. El mundo entero ha visto ahora el cuerpito de Aylan Kurdi, muerto a los 3 años. Otra vez, uno es más que mucho.
La sensibilidad provocada por Aylan permite hacer algo que hasta hace unos días habría sido muy difícil. Comunicar formal y profusamente a la comunidad internacional que la Argentina abre las puertas a refugiados sirios.
Habrá quienes –invocando la pobreza argentina o los derechos de los pueblos originarios– ejercerán la xenofobia y se opondrán a que el país salga a mostrar que tiene sus puertas abiertas a los desdichados miembros de ese éxodo.
La solidaridad con los otros no es incompatible con la generosidad con los propios. Al contrario, cuando se exhibe solidaridad hacia fuera se hace más difícil mantener una actitud insolidaria hacia dentro. Males crónicos de nuestra sociedad se tornan entonces agudos. Requieren, e inevitablemente consiguen, mayor atención. 
Por otra parte, la generosidad paga. Eso es lo que pensaron los constituyentes. Fueron desinteresados al escribir que uno de los propósitos de la Constitución es “asegurar los beneficios de la libertad a todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”. Al mismo tiempo fueron prácticos y, con la convicción de que gobernar es poblar, establecieron como un deber del Estado que se promoviera la inmigración extranjera.
Ni se equivocaron ni incumplieron. Españoles, italianos, rusos, ucranianos, polacos... fueron modelando una Argentina que no hizo distinción de nacionalidad ni de religión, y dio origen, entre otras razones de orgullo, a los “gauchos judíos”. La política migratoria necesita reglas y recaudos, pero así como debemos acoger a los vecinos sin prejuicios ni recelos, tenemos que sentirnos obligados con aquellos sufrientes que, lejos, buscan un lugar en el mundo. 
Aquí lo tienen.

*Escritor, periodista, abogado. Candidato al Parlasur por Cambiemos.

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