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Un lugar en el mundo

A Marie y Walter les cuesta pagar la cuenta en un café y ella llega a robarle a Margarita para comprarle un piano a su hija.

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Alejo Moguillansky. | cedoc

En el Bafici, la película ganadora de la competencia argentina fue La vendedora de fósforos, de Alejo Moguillansky. Es la tercera vez que Moguillansky gana ese premio: lo había hecho en 2009 con Castro y en 2014 con El escarabajo de oro. La vendedora... está mejor que las otras: es sutil, fluida y amable. Una película original y lograda. Quienes siguieron la competencia sostienen que mereció ampliamente el premio.

La vendedora de fósforos es el título de un cuento muy triste de Hans Christian Andersen que dio lugar a una ópera vanguardista de Helmut Lachenmann. En marzo de 2014 se representó como concierto en el Teatro Colón. A partir de la visitas de Lachenmann a Buenos Aires, Moguillansky construyó una ficción en la que participan el compositor y los músicos de la obra, así como la pianista Margarita Fernández, junto con actores “verdaderos” como los protagonistas María Villar y Walter Jakob.

En un momento clave de la película, la cámara muestra dos DVD: uno es Au hasard Balthazar, de Robert Bresson, y el otro, El hombre robado, de Matías Piñeiro. El cine de Moguillansky se construye mediante la yuxtaposición entre el alto arte por un lado y el mundo formado por los jóvenes actores, cineastas, escritores, músicos que sostienen el cine independiente argentino por el otro. Piñeiro hace algo parecido. Sus últimas películas, en particular, mezclan esos personajes con Shakespeare, y La vendedora de fósforos lo homenajea de distintos modos. El film habla de la tensión entre ambos universos, de la comodidad de unos y las privaciones de los otros, de las ambiciones y el orgullo de los jóvenes artistas locales, pero también de las humillaciones sufridas.

A Marie y Walter les cuesta pagar la cuenta en un café y ella llega a robarle a Margarita para comprarle un piano a su hija. Lachenmann y Fernández, por su parte, se cuentan viejas historias y tocan a Ennio Morricone toda la noche por puro capricho. La película los mira como a dos viejitos simpáticos, un poco esnobs y mezquinos, dos privilegiados a quienes los jóvenes artistas envidian pero se sienten tentados a desdeñar o expropiar. Mirando con ironía a las dos partes (una lo incluye), Moguillansky juega con poner un burro en pantalla como Bresson y hace que Walter y Marie se burlen de la solemnidad y las pretensiones de la ópera contemporánea mientras se procuran, en su periferia, un contrato ocasional o un trabajo falso que los alimente. La película sugiere, como lo hacía El escarabajo de oro, que los locales están a la par de los extranjeros pero estos juegan con ventaja y los relegan al cabotaje.

Hay algo un poco lacrimógeno en la declamación de miseria de los artistas cachorros. La vendedora de fósforos incluye, además, un metafórico monólogo político a cargo de Villar, vagamente alusivo a la realidad argentina, que suena como algunos textos escritos por Mariano Llinás, socio de Moguillansky en la productora de sus films. Llinás y Moguillansky participaron del impreciso movimiento contra el recambio oficialista en el Incaa y arengaron al público durante el Bafici. Creo que la participación en las protestas tiene que ver con la película en sí, que a su modo reclama una mayor protección y un lugar más importante para los artistas argentinos en la sociedad. Eso es parte de la famosa lucha de clases.