COLUMNISTAS
EL EXTRAO OFICIO DE CREAR, VENDER, PRESTAR Y EXPLOTAR FUTBOLISTAS

Un monstruo

El barril de petróleo sí que está caro. Y ni hablar de la tonelada de soja, que acaba de superar los mil pesos. Uf. Todo aumenta, pero si alguien quiere algo bueno y barato puede comprar futbolistas argentinos, que están regalados.

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“¿Osas romper tu promesa? Soporté fatigas, marché a Suiza contigo, gateé por la orilla del Rin, viví meses en Inglaterra y en esos parajes de Escocia. ¿Te atreves a destruir mis esperanzas?”
“Frankenstein”, de Mary Shelley (1797-1851)

El barril de petróleo sí que está caro. Y ni hablar de la tonelada de soja, que acaba de superar los mil pesos. Uf. Todo aumenta, pero si alguien quiere algo bueno y barato puede comprar futbolistas argentinos, que están regalados.
Cuatro millones de dólares es el salario anual promedio de un profesional de primera línea en una liga importante. Con esa cifra, o poco más, se llevan, envuelto para regalo, a cualquiera de nuestros cracks. Que se emocionará al despedirse; prometerá ser el mismo pese a la riqueza; jurará volver. Pero pronto se redescubrirá como uno más en planteles numerosos, multirraciales, con candidatos de sobra para cada puesto. Jugará sólo si es un fuori clase, como Agüero, Maxi, Tevez, Gago, Demichelis o Mascherano. La mayoría, en el mejor de los casos, hará banco o participará en copas de morondanga. Los demás ni tocarán la pelota pero se quedarán a cobrar; o partirán, cedidos a clubes menores, como el simpático y muy andaluz Recreativo Huelva, donde recalará por seis meses Marcos Rubén, el 9 que River le vendió al Villarreal en siete millones.
Será otra vida para él. Cobrará en divisa fuerte, sí; pero en lugar de pensar en títulos Rubén deberá pelear el descenso en duras y pintorescas canchitas. Quizá deslumbre. Sólo así su pase rozará la cotización mínima de un delantero de mercado, unos 15 millones. De lo contrario lo espera una vida de trashumante: firmará un año aquí y otro allá, hasta que los inversores recuperen su dinero. Tal vez la pase mejor que Maxi Moralez, aquel zurdito de 1,60 que hace pocos meses algún genio colocó en Rusia, un fútbol de pura fuerza física. No jugó, casi. Se muere por volver; como hace unos meses se moría por irse.
Morirse por algo. El deseo extremo suena raro en estos tiempos light. Tan intenso, quizá, como los filósofos; esos killers del pensamiento cuyo oficio es balear impiadosamente la teoría de sus predecesores. Si Nietzsche había matado a Dios, pues Barthes se cargó al autor, Foucault al hombre y Derrida al sujeto. La estructura por sobre el sujeto, bang bang. ¿Quién le habrá pegado el tiro del final al pobre jugador de fútbol? ¿Quién lo hizo un paquete en oferta, una torta a repartir?
El talento no se entrena, eso es pura esencia. Pero la virtud hoy es un ingrediente importante, no el todo. Eso se crea científicamente. Medicina y marketing. Este sistema construye al sujeto, para después deconstruirlo a lo bestia: 10 por ciento para uno, 25 para otro, 40 para fulanito y el resto miti & miti. Se lo erige y se lo desmigaja. Para eso nace y se hace una figura, un diferente, un ídolo. Un Monstruo; que así llaman ahora a los muy buenos. ¿Monstruo, dije? Oh, trucos del inconsciente. Eso me recuerda a una vieja historia de fantasmas. Se las cuento.
(...)
Era mayo pero hacía frío en la casona de Villa Diodati, en Ginebra. La erupción del volcán Tambora, en Indonesia, había condenado al continente europeo a un largo y helado invierno que dejó al año 1816 sin calores. Lord Byron, el poeta maldito, dueño de casa y anfitrión de un grupo de jóvenes intelectuales ingleses, más aburrido que preocupado por la naturaleza, desafió a sus invitados.
—Amigos, ¡los reto a crear la más espeluznante historia de fantasmas!
Todos aceptaron. Esa noche Byron improvisó algo sobre algunas leyendas que conoció en su estadía en los Balcanes. John Polidori, su amigo y médico, se concentró tanto en esos relatos que, tres años más tarde, publicaría El vampiro, primera obra del subgénero del terror. El librepensador Percy Shelley intentó con un cuento que dejó inconcluso. Su mujer, Mary Wollstonecraft Shelley, una dulce niña de 18 años, dejó su papel en blanco, por timidez. Pero esa misma noche, impresionada por algo que Polidori había contado sobre las experiencias de Galvani y Darwin usando el poder de la electricidad para revivir cuerpos, tuvo un sueño inspirador. La figura de “un joven estudiante de malas artes arrodillado frente a un ente que acababa de crear” se grabó en su memoria. Fue suficiente. Comenzó a escribir y no paró hasta terminar su novela. Fue editada primero con un seudónimo y más tarde con su verdadero nombre. Se llamó Frankenstein (o el moderno Prometeo). La hizo inmortal.
Después de la película dirigida por James Whale en 1931, la gente se acostumbró a llamar “Frankenstein” al personaje de Boris Karloff. Pero no. Frankenstein era Víctor, el médico que no respetó ningún límite, tan cegado por el éxito y la gloria. Su creación no tenía nombre. Era, simplemente, la criatura.
El Monstruo.
(...)
Volvamos. Llega alguien con una nueva historia que ofrecer.
—Un monstruo, el pibe. Zurdo, con edad de quinta y pasaporte. Tiene potencia, manejo, gol. Un volante moderno, Asch. Es mío. ¡Ya me lo pidieron a prueba el Hood Robin escocés y el Indekiev de Ucrania!
¿Quién me habla? Lo bautizaré, con algo de malicia, Víctor Frank Stein, agente FIFA con buena llegada a clubes europeos. Un hábil negociador. El joven futbolista de sus sueños –o de la pesadilla adolescente de Mary Shelley– puede ser cualquiera. Sobran. Algunos elegidos lo serán todo; la mayoría, nada.
Pero quedan otros. Son cientos. Los que todavía están “ahí”. Esa errante legión que viaja en círculos hacia El Dorado, como ambiciosos lugartenientes de Pizarro en el Perú de la conquista. Muchachos simples en conmovedora lucha contra el tiempo y el olvido; tan confiados en su Prometeo; perdidos por los caminos del mundo, poniendo el cuerpo en busca de esos euros que les darán nueva vida.