Hace unos días, Horacio Tarcus renunció a su cargo de subdirector de la Biblioteca Nacional
mediante una carta al secretario de Cultura, lo que provocó una serie de reacciones. Entre ellas,
la de su ofendido jefe, Horacio González, y dos solicitadas a favor de cada uno de los
contendientes. La que ataca a González (sin nombrarlo) afirma que “el certero diagnóstico
sobre el sombrío estado de la Biblioteca Nacional que detalla Tarcus en su renuncia es, en términos
generales, lo que cada uno de nosotros puede avalar por propia experiencia como lectores e
investigadores”. La que defiende a González (sin nombrarlo) dice: “Sabemos que la
Biblioteca Nacional no está atravesando un momento ‘sombrío’”. Como nunca entré a
la BN, me encuentro inhibido de firmar cualquiera de las dos, mi célula fotoeléctrica no me permite
determinar las luces de la institución. Sin embargo, tras leer la detallada carta de Tarcus y su
informe de gestión y asistir a la banal y despectiva respuesta de González, me inclino por
adjudicarles la razón a los defensores del primero. Y para agregar una cuota de subjetividad al
asunto, descubro que entre los 264 firmantes tarcusianos, hay 19 por los que siento respeto o
simpatía contra 6 que me inspiran horror, mientras que entre los gonzalistas la proporción se
invierte y, entre las 174 firmas, encuentro 6 afines y 18 temibles (el resto me es desconocido o
indiferente). De modo que mi lugar está entre los que creen que sería mejor una BN manejada por
profesionales y orientada a los lectores que el actual modelo burocrático y exhibicionista que
tiene a González como un reyezuelo caprichoso.
Pero no es tan fácil estar ahí. En un artículo tarcusista aparecido en la revista Ñ, Carlos
Altamirano empieza diciendo: “En un mundo tan pequeño y angosto, como escribió Sartre para
referirse al reducido mundo de los intelectuales, todos más o menos saben quién es quién. En este
caso, González y Tarcus”. Hasta este episodio, yo ignoraba quién era Tarcus. Para desasnarme
y disimular mi ajenidad al campo intelectual, puse “Tarcus” y “solicitada”
en el Google. Me encontré, para mi sorpresa, con otras dos. Una (diciembre de 2005) es de apoyo a
González y Tarcus, en ocasión del nombramiento de ambos. La otra es de marzo de ese año y apoya a
Ricardo Piglia (hoy gonzalista) frente al proceso judicial que lo condenaría por las
irregularidades del Premio Planeta. Esa es una pieza de prosa resbaladiza, que sin fundamento moral
ni intelectual confunde la causa judicial contra el escritor con una “campaña de
difamación” contra su obra y su trayectoria. Firman, entre otros, González, Tarcus y
Altamirano. Estas promiscuidades pueden hacen pensar que todo se reduce a una cuestión de amistades
y antipatías, ajustes de cuentas en el pequeño mundo de Sartre y Altamirano. Como contrapartida, el
blog del escritor gonzalista Daniel Freidemberg acusa a los de la solicitada tarcusiana de ser
“mafiosos” e “hijos de puta” y completa: “Me empecé a preocupar
cuando vi quién era la gente que tomó esta cuestión como patriada. Los que desde el siglo XIX
vienen sustentando la idea del progreso y la cultura en la frase ‘No ahorre sangre de
gauchos’”. No sabía que los tarcusianos eran tan viejos ni que González era Martín
Fierro.
Para colmo, Freidemberg no sólo es muy temerario, sino también un poco cobarde. Su primer
impulso fue escribir en su blog que los firmantes de la solicitada gonzalista nunca ganarían una
Beca Guggenheim por venganza de los tarcusianos. Luego retiró el comentario, “para no
agraviar a gente que no se lo merece”. Con exclusiones como las de Altamirano, con
acusaciones como las de Freidemberg, se hace difícil rescatar la dimensión pública de este
conflicto entre funcionarios kirchneristas, sostener que la cuestión de la Biblioteca nos preocupa
como ciudadanos y no como usuarios VIP ni como enemigos o partidarios de las partes en conflicto.