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Un optimismo estúpido

Nuevos ricos debe haber por todos lados, pero en pocos lugares se notan más que en la Argentina. En lo económico, en lo político, en lo sexual o lo deportivo, pasamos con una patética fluidez de la desazón al éxtasis.

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Gonzalo Bonadeo |

Nuevos ricos debe haber por todos lados, pero en pocos lugares se notan más que en la Argentina. En lo económico, en lo político, en lo sexual o lo deportivo, pasamos con una patética fluidez de la desazón al éxtasis. Cuando sacamos los pies del fango, olvidamos rápidamente de dónde venimos; y cuando echamos una buena, actuamos como si lo menos que pudiera sucedernos fuera triunfar; volvemos a aquello de “condenados al éxito”, ¿no?
En los últimos 20 años, el Seleccionado argentino de fútbol conquistó sólo un título oficial fuera del continente: los Juegos Olímpicos de Atenas, el único trofeo que jamás había logrado nuestro fútbol. En ese entonces, relatores minimizaban la goleada ante Serbia y Montenegro, técnicos relativizaban las virtudes del equipo de Bielsa, “porque los europeos llevaron equipos ordinarios” y los periodistas ningunearon la conquista por la mera circunstancia de que el medio para el que trabajaban no transmitió aquellos partidos. Tres años más tarde, estamos a un pasito de no poder defender el título en Beijing. Es probable que la Argentina derrote esta tarde a Uruguay en la última fecha del Sudamericano Sub 20 y que Chile nos deje el hueco que falta, pero hemos hecho lo imposible por evitar el viaje a China. Es más, hasta hemos puesto en riesgo el viaje al Mundial de la categoría. El mismo torneo que tanta gloria le dio a José Pekerman, hasta llevarlo a la Selección mayor sin pasar antes por otro equipo profesional, puede no contar con la Argentina porque la dirigencia no consideró necesario comprometer gestiones para que los mejores jugadores argentinos estén en el plantel. Por cierto, cómo exigirle al Atlético de Madrid al Kun Agüero, si los equipos del fútbol local no cedieron a sus jugadores para que el plantel se preparara como correspondía. Conclusión: aun clasificándose para los dos certámenes, el equipo que está jugando en Paraguay no honra ni por asomo la tradición de buen juego y fair play (casi todas las fechas tiene un suspendido) de nuestros juveniles.
Algo más: la AFA, como parte de la Confederación Sudamericana de Fútbol, no evitó que se decidiera dos semanas antes del torneo que éste fuese el clasificatorio para Beijing. Es decir, no importó demasiado defender a ultranza las chances de repetir uno de los títulos más entrañables de nuestra historia.
Hace un mes y medio, el país se paró delante de la tele admirando el talento, la ambición y la entrega del equipo argentino en la final de la Copa Davis. Confieso que me fui de Moscú con la certeza de que, con Chela o con Cañas, con Calleri o con Gaudio, con Del Potro o con Acasuso, con Coria o con Nalbandian, los tenistas argentinos habían asumido para sí el compromiso de ganar el trofeo más famoso del planeta, ese que tan cerca tuvieron. Finalmente, después de haber estado hace sólo 10 años a un paso de descender a la tercera categoría, comprendimos que el dinero y la fama se gana en Roland Garros o en Wimbledon; pero en la Argentina, la gloria que te pone entre los de otra especie se gana en la Davis. Aun confundido, el hincha argentino siente que nuestros fenómenos juegan “por la celeste y blanca” en la Copa más que en cualquier otro lado.
Error. Optimismo estúpido el mío. Hoy, viendo que Alberto Mancini apenas repite un jugador de aquella final, caigo en la cuenta de que lo mío fue un arrebato de entusiasmo de principiante. Por distintas razones, Chela, Calleri y Nalbandian no estarán ante Austria. Y si bien Acasuso, Cañas, Del Potro y Prieto integrarán un equipo que puede ganar en Linz, el riesgo al que nos exponemos –no sé si mucho o poco- es decididamente innecesario.
Sería irrespetuoso e imprudente de mi parte evaluar el grado de imposibilidad que tiene cada uno de los ausentes. Pero en honor a la enorme dimensión de jugador que tiene Nalbandian, vale la pena reflexionar un poco respecto de su caso. Desde Roland Garros 2006 que no pasa de octavos de final en un Grand Slam, es el jugador que menos torneos juega de los 60 mejores –aun menos que Federer–, su condición física lo ha condicionado mucho en los últimos meses hasta impedirle jugar a pleno los tres días de la Davis. Pero es un jugador enorme, un competidor de esos a los que todos le temen. Hoy, sin un lugar entre los 10 mejores y con la aparente renuncia de su preparador físico, David confirmó que no estará ante Austria. Una tendinitis en la rodilla izquierda obliga a un descanso. Lógico, salvo por el hecho de que David priorizó jugar exhibiciones sin parar durante diciembre, aun a sabiendas de que su cuerpo de atleta de elite necesitaba descanso por encima de compromisos comerciales más que deportivos.
En todo caso, ¿no hubiera sido ideal tenerlo en Austria aun sin jugar el viernes, o con la condición de que el enorme cordobés jugase sólo en caso de tener el agua al cuello?
Por cierto, ni yo ni usted somos quién para programar el año deportivo ni de David ni de nadie. Pero está bueno que nos desasnemos: para ganar la Davis, necesitamos a los mejores todo el tiempo. Son apenas cuatro semanas por año, cuyo premio es la gloria eterna; la de Vilas, quien no ganó la Copa pero la jugó como nadie y, por eso, lo adoramos como a él solo y le creemos hasta si nos dice que él es diestro. Para eso, hace falta incondicionalidad. Entender que no es casual que hayamos llegado sólo dos veces a la final.
Entonces, el Juvenil podrá llegar al Mundial y a los Juegos y la Legión ganará tarde o temprano la Copa Davis. Aun así, los argentinos no perdemos la ocasión para dejar en claro que, entre los nuevos ricos, somos los mejores del mundo.