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Un tío de Kafka

La novela es a la literatura lo que el manuscrito Vojnich a la paleolingüística, con la salvedad de que se lee fácilmente.

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Leo Los vecinos de enfrente (1933) de Simenon, en la que un despistado cónsul turco se pierde en la neblina del Estado policial soviético. Recurro mentalmente a la palabra “kafkiano” y me pregunto cómo se hacía antes de Kafka para describir situaciones como ésa. Roberto Calasso sostiene que hubo dos novelas anticipadamente kafkianas. Ambas se publicaron en alemán en 1909: Jakob von Gunten, del suizo Robert Walser, y La otra parte, del bohemio Alfred Kubin. Walser pasó los últimos veinte años de su vida sin escribir e internado en un manicomio. Kubin se recluyó durante cincuenta años, aunque parcialmente y en un castillo de Alta Austria, donde apenas escribió para dedicarse a pintar e ilustrar libros ajenos. Mientras que Walser se mantuvo pobre, loco, e ignorado, Kubin fue un neurótico con éxito artístico y social.

Walser es un escritor transparente, despojado, minimalista y la fascinación que provoca no requiere interpretaciones. El Instituto Benjamenta de Jakob von Gunten, orientado a formar sirvientes, es cualquier escuela de mala calidad. Kubin, o mejor dicho La otra parte, es un enigma que sugiere una multitud de interpretaciones contradictorias y poco convincentes, igual que su obra visual. Sus impresionantes y misteriosos dibujos, grabados y pinturas tuvieron una enorme influencia que incluyó desde Murnau hasta Dalí. Pero la novela es a la literatura lo que el manuscrito Vojnich a la paleolingüística, con la salvedad de que se lee fácilmente y su desbordada imaginación la vuelve una montaña rusa para el lector. La Bestia Equilátera acaba de publicarlo en traducción de Gabriela Adamo (¿por qué llama “israelíes” a los judíos?) con sus cincuenta ilustraciones originales, en una versión que se agrega a las agotadas de Labor, Minotauro y Siruela (en la bella colección El Ojo sin Párpado).

El protagonista de La otra parte, ilustrador como Kubin, recibe de Claus Patera, ex compañero de colegio devenido multimillonario, una invitación para vivir en Perla, la capital del Reino Soñado, una creación utópica en el confín de Asia. La utopía de Patera es singular porque no apunta al futuro sino al pasado, ya que se opone “a todo tipo de progreso”. Pero esa ciudad tradicionalista, en la que siempre está nublado, oscila entre la regulación burocrática y la anarquía absoluta. El ilustrador la pasa mal: queda viudo, no logra acceder a Patera ni entender las reglas por las que viven sus conciudadanos. En pocos años, Perla entra en una decadencia acelerada que Kubin describe mediante imágenes oníricas de la peste, la lujuria, la miseria, la violencia y la muerte. Finalmente, un americano decidido y maligno se hace del control del reino con la ayuda de los rusos.

Kubin tuvo una visión que incluye el final del Imperio Austrohúngaro, las guerras mundiales, el apocalipsis tecnológico. Y después se redujo a una curiosa forma de silencio. Los nazis incluyeron su obra dentro del “arte degenerado”, pero después no parecen haberlo molestado. En un breve relato satírico llamado “Dos inglesas”, incluido en El gabinete de curiosidades, Kubin parece negar el rearme alemán de entreguerras. Tal vez el horror ante el inevitable hundimiento de la Casa de Habsburgo y la implacable irrupción americana lo haya acercado al incipiente fascismo. Pero ésa es solo una interpretación más.