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Un tipo que hace música

No tiene intenciones de enterarse de que existimos. Digo, somos algo así como 4.000 personas sentaditas, absortas, contemplando casi incrédulamente a seis músicos exquisitos que hace una hora y media están ahí arriba, haciendo su trabajo, y de los seis, el cacique, la Leyenda con sombrero y ambo es a quien menos le importa todo.

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No tiene intenciones de enterarse de que existimos. Digo, somos algo así como 4.000 personas sentaditas, absortas, contemplando casi incrédulamente a seis músicos exquisitos que hace una hora y media están ahí arriba, haciendo su trabajo, y de los seis, el cacique, la Leyenda con sombrero y ambo es a quien menos le importa todo. Todo lo que no sea musiquear, claro. Quién sabe qué cuernos lo trae al tipo todavía por estos lares. Y no me refiero estrictamente al culo del mundo, es decir, Sudamérica, es decir Córdoba, en este caso en particular. Me refiero a los escenarios. Porque la sensación que se instala al promediar el concierto (repito, concierto, jamás será un show) es que Dylan está ensayando. Y esto no es peyorativo. Para mí es un milagro espiarlo. Porque a este tipo uno no lo puede mirar, más bien se lo sospecha. Y también hay que sospechar las canciones, adivinar las versiones, que son elegantísimas, pero no vienen en bandeja. El tipo canta, o masculla, casi siempre de costado, como diría mi abuela “a la que te criaste” (¿por qué ya nadie se cría así?); toca un rato la guitarra, después casi todo el tiempo el Hammond, un poquito la armónica y los temas terminan cuando él cabecea tajante (y hasta para eso es elegante). No hay “thank you” entre tema y tema, no hubo “hello” ni habrá “good bye”. La ficha técnica del concierto dirá que fueron 17 temas, que la columna vertebral fueron las canciones de Modern times, su último disco, que hubo alguito de Blonde on Blonde y de Time Out of Mind y, sí, Like a Rolling Stone y Blowin’ in the Wind; y que los músicos que lo rodean son unos cracks, y que parada en un parlantito el tipo tiene la estatuilla del Oscar que ganó hace unos años y que a veces cantando parece Vincent Price, o Tom Waits o el Polaco Goyeneche (créanme...). Lo que es muy difícil de explicar es cómo uno, que es más bien tirando a ateo, después de una hora y media, cuando el tipo se va y las luces se prenden, tiene en el cuerpo una sensación extraña, como de haber asistido a una epifanía. Si al fin y al cabo lo único que pasó fue un tipo haciendo música. Dios mío... Si tan sólo sucediera más seguido.