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terrorismo internacional

Una ardiente hendija de justicia

La causa AMIA podría tener novedades si avanza la posibilidad de iniciar un juicio en un tercer país. Los antecedentes de Lockerbie. Irán y el espejo de Libia.

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Sin que hubieran trascendido mayores detalles (lo que es comprensible), la prensa nacional difundió que el fiscal Alberto Nisman exploraría a mediados de marzo, en la sede central de Interpol en Francia (Lyon) y junto con autoridades iraníes, la posibilidad de continuar el juicio por el atentado a la mutual judía AMIA en un tercer país. Una solución seguramente distinta –aunque en dicha línea– intentó Argentina bajo la presidencia de Néstor Kirchner, la que no prosperó por la cerrada negativa iraní a transitar por el camino ofrecido. En aquella ocasión, la iniciativa suscitó un valioso intercambio acerca de identidades y diferencias entre el caso AMIA y el precedente Lockerbie (localidad escocesa donde el 21 de diciembre de 1988 se estrelló el vuelo 103 de Pan Am por un ataque terrorista), particularmente entre el Gobierno –que no postulaba lo mismo que en Lockerbie– y distintos sectores de la comunidad judía en Argentina y de ellos entre sí. Por la riqueza de la deliberación, y por haber adelantado el fiscal Nisman que en esta ocasión Irán “tendría la voluntad” de avanzar con el juicio en un país diferente del persa y de la Argentina, vale la pena recordarlo. Lo esencial del proceso Lockerbie se detalla seguidamente, para que toda comparación y oposición tengan sus fundamentos.

En base a la investigación criminal desencadenada por el desastre, y a los autos de procesamiento dictados por los órganos jurisdiccionales escoceses y norteamericanos, los gobiernos del Reino Unido y de los Estados Unidos solicitaron, a fines de 1990, la extradición de los autores presuntos, a la sazón dos ciudadanos libios. En enero de 1991, a instancia de estos dos gobiernos, el Consejo de Seguridad de la ONU condenó el terrorismo y pidió a Libia que cooperase en el juzgamiento haciendo lugar a la extradición. (Resolución 731).

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En marzo de 1992, invocando la Convención de Montreal de 1971 para la Supresión de Actos Ilícitos contra la Seguridad de la Aviación Civil, Libia denunció al Reino Unido y a Estados Unidos ante la Corte Internacional de Justicia, en La Haya, por haberse apartado del procedimiento para la resolución de conflictos previsto en el artículo 14 de dicho documento, a saber, una etapa de negociación seguida, a falta de acuerdo, por un arbitraje o, solamente en caso de no poder constituirse el tribunal arbitral, juzgamiento por la misma Corte Internacional.

A todo esto, el último día de aquel marzo de 1992 el Consejo de Seguridad había dictado la Resolución 748. En virtud de ella, Libia debía cooperar con la extradición de los acusados por el atentado. Incumplida esta obligación, Libia se hizo pasible de un régimen de sanciones. Al no lograr dichas sanciones el efecto buscado –la extradición de los dos imputados– el Consejo aprobó, el 11 de noviembre de 1993, una tercera Resolución (número 883) ampliatoria del régimen de sanciones, que incluyó, entre otras, la congelación de los fondos y activos financieros del gobierno libio o de empresas de esa nacionalidad en el exterior. A su turno, el Congreso norteamericano dictó la llamada Ley de Sanciones a Irán y Libia de 1996, cuya sección 3(b) declara que “la política de los Estados Unidos es obtener el cumplimiento total, por Libia, de sus obligaciones establecidas por las Resoluciones 731, 748 y 883 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, incluyendo el cese de todo apoyo a actividades de terrorismo internacional y esfuerzos por desarrollar o adquirir armas de destrucción masiva”.

Fue a partir de 1998 que el Reino Unido y Estados Unidos comenzaron a mostrarse dispuestos a flexibilizar la exigencia de juzgar a los dos presuntos perpetradores del atentado en el territorio de uno de esos dos países. El 24 de agosto, en una carta dirigida al Secretario General de la ONU, sus respectivos representantes propusieron “como medida de excepción, hacer los necesarios acuerdos para que el juicio de los sospechosos pueda sustanciarse ante un tribunal escocés instalado en los Países Bajos”. Días después, Libia dio señales de que podría aceptar la alternativa.

El 27 de agosto de 1998 el Consejo de Seguridad aprobó la Resolución 1192 “acogiendo con beneplácito” la iniciativa e instando a los gobiernos holandés y británico a adoptar las medidas necesarias. Dichos gobiernos celebraron, el 18 de septiembre de 1998, un acuerdo sin precedentes que permitió al secretario general Kofi Annan expresar su “profunda gratitud a ambos gobiernos por su voluntad de resolver la cuestión de forma constructiva”. En la misma carta, Annan comunicaba que ese día los dos acusados habían llegado al aeropuerto de Valkenburg (Países Bajos), quedando detenidos en Holanda a la espera del juicio y de acuerdo con el derecho escocés.

El juicio concluyó el 31 de enero de 2001 con la decisión unánime del tribunal de condenar a uno de los acusados y absolver al otro. Fue un caso puramente penal en todos sus aspectos, sustanciales y rituales, y no patrimonial. Las indemnizaciones –por daños compensatorios y penitenciales– fueron originalmente reclamadas por la mayor parte de los familiares de las víctimas, a partir de 1996, ante el tribunal federal del distrito este de Nueva York. Pendientes estos juicios, el gobierno libio, en mayo de 2002, se mostró dispuesto a pagar a los familiares de las 270 víctimas la suma total de 2.700 millones de dólares, pero sin reconocer expresamente su responsabilidad en el atentado. Ante el rechazo del gobierno norteamericano, revió su postura en abril de 2003 y a mediados de agosto admitió plenamente su responsabilidad y solemnizó su compromiso indemnizatorio.

Abdel Basset Ali al-Megrahi, el alegado oficial de inteligencia libio condenado a cadena perpetua por el atentado, fue liberado por la justicia escocesa por padecer un cáncer terminal de próstata y recibido en su país como un héroe, a fines del año pasado. Su co acusado Al Amin Khalifa Fhimah, como se dijo fue hallado no culpable.

Sin perjuicio de que entre el caso Lockerbie y el caso AMIA pudieran existir más contrastes que semejanzas, un examen que no se detenga en lo superficial puede ayudar a mantener la mente abierta a soluciones imaginativas para problemas de naturaleza global, imposibles de avistar desde una perspectiva parroquial. Que la magnitud de la causa inspire, entonces, al fiscal Nisman, para ensanchar la ardiente hendija de justicia que palpita en el atentado impune.