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quejas

Una confesión

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Existe otra posibilidad, según creo, y es que se admita de una buena vez que la corrupción, al fin y al cabo, no nos parece tan grave. Habitualmente nos pronunciamos en contra, por supuesto, porque eso es lo que se espera y se estila. Pero en el fondo, por detrás de las frases indignadas de rigor, no nos consterna ni nos importa tanto. Nos fastidia que la corrupción se contagie de cinismo (Luis Barrionuevo y sus famosos dos años), nos enoja que la corrupción se aligere en frivolidad (Amado Boudou procesado y rockero). Fuera de eso, sin embargo, después de protestar un poco, la admitimos.
Reconozcámoslo, al menos, porque reconocerlo ya es algo. Las loas para la santificación de los honestos nos salen mejor cuando son retrospectivas, y en lo posible post mortem: después de los derrocamientos (Illia), después de los suicidios (Favaloro), etc., etc. Al honesto, en tiempo presente, lo tomamos un poco por gil; en su favor, en el mejor de los casos, le dispensamos un adjetivo, “idealista”, que, aunque elogioso en primera instancia, no está exento de objeción.
No hay más que fijarse en los votos, las tendencias mayoritarias que adoptan. Son prueba fehaciente de la pasión nacional por lo sospechado; el gusto por los negociados turbios, las escuchas ilegales, los hoteles inexplicables, la evasión impositiva, las empresas bipersonales, los lavados evidentes, las fortunas enrevesadas.
Votar así, y después quejarse. Porque la queja también es una pasión nacional, siempre que sea inconducente.